Este texto sobre el tesoro de Mustang se publicó originalmente en National Geographic. Puedes leer la versión original en inglés aquí:
This ancient Himalayan kingdom has been isolated from the world—until now
Vestido con unos jeans desgastados y una chamarra verde de vellón, el rey está de pie en el centro de una habitación de techo bajo, en su palacio centenario. Recita un canto budista y mueve metódicamente unas cuentas de oración. A su alrededor, las paredes y los pilares de madera que sostienen el techo caído están decorados con complejas pinturas de deidades budistas. Algunas se muestran reclinadas en actitud de dicha y visten túnicas doradas. Otras lanzan alaridos de furia, empuñan espadas y están envueltas en llamas.
Estamos a mediados de octubre, ocultos en las faldas de esta árida cordillera en el extremo norte del Himalaya. Los fríos muros de barro del palacio dejan pasar corrientes de aire que sugieren la llegada del invierno.
Una ventana ofrece una vista de la ciudad amurallada de Lo Mantang, la histórica capital de 600 años de antigüedad de la legendaria región de Mustang, en Nepal, ubicada a tan solo 15 kilómetros de la frontera china. Debajo, las casas de ladrillos de barro y tapial pintadas con cal se extienden en filas estrechas.
De los techos emanan volutas de humo y en la brisa de la tarde resplandecen las luminosas hojas doradas de los álamos del Himalaya. Al sureste, los afluentes del río Kali Gandaki se extienden por el valle como trenzas y corren hacia un muro imponente de picos cubiertos de nieve que contrastan con un cielo azul profundo.
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Otrora, estas vistas estaban restringidas para gente de fuera, como yo. En buena parte del siglo XX, el gobierno nepalí controlaba el acceso a Mustang con rigor. Sin embargo, ahora, el rey me ha traído a su palacio deteriorado para mostrarme los muchos retos que su reino enfrenta ante la modernidad.
El nombre completo del rey es Jigme Singhi Palbar Bista, pero se presentó como Jigme. Es delgado, con pelo cano y delgado, y tiene una energía engañosa para sus 60 años. Con agilidad, me guía al interior del palacio y sorteamos una pista de obstáculos mal iluminada. Su familia se vio obligada a abandonarlo debido a los daños severos que sufrió por un terremoto en 2015. Subimos escalones de madera inestables, esquivamos enormes hoyos en el piso y rodeamos muros derruidos decorados con murales cubiertos de arcilla.
Pese a la decrepitud del palacio, la habitación a la que llegamos después muestra un estado excepcional de conservación. Jigme me mira en lo que observo el retrato de un hombre y una mujer con tradicionales túnicas tibetanas.
“Mis padres. Esta era la sala de oración de mi padre. Él fue el último rey de Mustang, el número 25 de nuestro linaje. Yo soy el 26”.
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A mi izquierda veo un armario de sándalo con chapa de oro, de piso a techo. Desde el interior y a través de puertas de cristal nos observa un montón de estatuillas de bronce que representan a deidades budistas. Una pila de lámparas de mantequilla de yak llena la sala con el aroma distintivo y ahumado que empapa los templos budistas del Himalaya.
Jigme me explica que las estatuillas son mucho más que obras de arte, son espíritus vivientes que han cuidado a su familia desde la antigüedad. Antes de colocar cada estatuilla en el altar, un monje de rango superior –con cuerpo, discurso y mente iluminados– realiza un ritual para animarlo.
Ahora, Jigme cuida a estas deidades, por lo menos en su estado físico. En el mundo secular, un marchante de antigüedades del mercado negro podría vender esta pequeña colección por una fortuna considerable.
En el curso de los siglos, en esta ciudad aislada y de budismo ferviente no era motivo de preocupación que alguien pudiera robarlas. Pero el mundo exterior ya está ante las puertas de Mustang y el robo es una de las muchas cosas que al rey le preocupan.
Mientras Jigme y yo compartimos aquel momento en silencio en su sala de oración, percibo el murmullo de la maquinaria pesada que está reparando la carretera que se acerca a la ciudad por el sur. El viaje de casi 450 kilómetros desde la capital de Nepal, Katmandú, que en alguna ocasión exigió semanas a pie o a caballo o yak, ya se puede hacer en solo tres días manejando, aunque no es un trayecto apto para personas nerviosas.
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Los vehículos, de preferencia 4 x 4, recorren curvas vertiginosas por una carretera estrecha e irregular entre los precipicios del desfiladero del Kali Gandaki. Durante mi viaje, los derrumbes bloquearon la ruta por varias horas y dejaron una fila sinuosa de coches varados en la pendiente. No obstante, la carretera es una mejora sustancial para los pobladores de Mustang, pues les ha permitido que fluyan los bienes a buen precio y les ha facilitado el acceso a instalaciones médicas modernas, entre muchas otras ventajas.
Dentro de poco, este flujo de mercancías y gente se puede convertir en un río creciente de comercio. Al norte, los chinos ya anticipan una lucrativa ruta de comercio y esperan con una carretera recién pavimentada, que conecta su lado de la frontera con autopistas que conducen hasta Pekín.
Lo único que falta es que converjan las carreteras para que comience una nueva era de comercio en esta esquina legendaria del Techo del Mundo. La pregunta para Jigme y los pobladores de Mustang es si podrán conservar las partes de este pequeño reino que lo han hecho especial por tantos siglos.
A nuestro alrededor, deidades pintadas sonríen o refunfuñan. Jigme está sentado en una banca y baja la mirada. Creo que está meditando u orando, pero con un movimiento rápido saca su iPhone para revisar sus mensajes.
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Para Mustang sería apropiado que se vuelva a convertir en un núcleo de comercio. El palacio que Jigme me mostró era una reliquia de la era dorada de la ciudad, que data del siglo XV. En ese entonces, al norte de la región se le conocía como el reino de Lo. Sus pobladores, los lo-pa, que tienen parentesco étnico con los tibetanos, habían amasado una enorme fortuna tras controlar el comercio por el valle del Kali Gandaki.
Al oeste se ubica el séptimo pico más alto del mundo, el Dhaulagiri I (8 mil 167 metros), y, al este, el décimo más alto, el Annapurna I (8 mil 091 metros), por lo que el cañón ofrecía una de las rutas de comercio más directas entre las salinas del altiplano tibetano y los mercados de India. Aquí, los lo-pa cobraban impuestos a las caravanas de yaks, que, además de sal, llevaban cebada, turquesas y las glándulas de ciervos almizcleros (que se usaban para medicina y perfumes).
El nombre Mustang deriva de una palabra tibetana que significa “planicie del deseo”, una referencia a las posibles riquezas que ahí aguardaban.
Incluso antes de que Mustang se convirtiera en un dinámico centro comercial, había sido una importante intersección para académicos y peregrinos budistas que se trasladaban entre India y China. Con el tiempo, las enseñanzas budistas se fusionaron con las prácticas animistas de la región y así nació el budismo tibetano.
Con el paso del tiempo, el reino adoptó esta nueva fe y construyó templos y monasterios ornamentados. Como reza la leyenda local, un místico indio construyó el primer templo budista tibetano en el reino, a unos kilómetros al sur de Lo Mantang, donde acabó con un demonio femenino. Hoy, este templo, Lo Gekar, se ubica entre un grupo de sauces retorcidos al final de un cañón apartado, en el cual los lugareños creen que aún se encuentra el corazón del demonio asesinado.
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Para el siglo XVIII, con el surgimiento de poderosos estados en las fronteras de Mustang, el rey de Lo viajó para reunirse con el rey de Nepal, recién unificado. Jigme describe que sus antepasados compraron ofrendas de leche, semillas de mostaza y tierra para demostrar que Mustang tenía tierra y riquezas para compartir. Impresionado por el gesto, el rey nepalí le ofreció a Mustang protección a cambio de impuestos nominales y un tributo anual.
Dos siglos más tarde, esta asociación salvó a Mustang de la devastación que causó el control de China sobre el Tíbet, que comenzó poco después de que Mao Zedong invadiera el Tíbet, en 1950. En el curso de la siguiente década, a medida que cerraron miles de sitios budistas en el Tíbet, los tesoros de Mustang permanecieron intactos.
Sin embargo, el aislamiento del reino no evitó que terminara enredado en la Guerra Fría. A principios de los sesenta, un ejército secreto de guerrillas tibetanas que entrenó la CIA llegó a Mustang a pie. Estados Unidos orquestó entregas, por medio de paracaídas, de armas, suministros y operadores de radio; con ello planeaban un ataque transfronterizo contra el ejército chino y montaron una base de operaciones en el Tíbet.
Pese a hacerse de importantes documentos de inteligencia, no lograron nada y, en 1974, los desarmó el gobierno nepalí. Las consecuencias políticas provocaron que el gobierno nepalí protegiera la región con más recelo que nunca.
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Jigme se crio en ese mundo, un reino prohibido y aislado en uno de los territorios más inhóspitos del planeta. Como rey, su padre cuidó la frontera, pero su tarea principal era mantener la paz. Viajó constantemente entre aldeas para resolver disputas territoriales entre locales.
“Era raro que pasara incluso dos días en casa. Al enterarse de un problema o una pelea, se subía a su caballo para resolverla. Tenía la última palabra en el reino”.
Cuando no estaba resolviendo disputas, el rey supervisaba las ceremonias religiosas. Una de las más importantes es un espléndido festival de tres días, Tiji, en el que decenas de monjes portan máscaras feroces y bailan ante el rey en la plaza afuera del palacio de Lo Mantang, para celebrar el triunfo del bien sobre el mal.
Cuando tenía 21 años, Jigme salió de Mustang para estudiar la universidad en Katmandú. Todos los inviernos lo visitaba su padre: hacía el viaje de tres semanas para cruzar las montañas, tal como lo habían hecho sus ancestros para honrar el tratado con el rey de Nepal.
“Llevaba productos locales para el rey, alfombras de lana, mantas y caballos. Y, durante su estancia, rendía cuentas de cómo gastaba los fondos del gobierno y pedía dinero para nuevos proyectos”, cuenta Jigme.
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Las cosas empezaron a cambiar en 2008. Después de una década de guerra civil, Nepal adoptó una nueva constitución y se reinventó como república federal. Se abolieron todas las monarquías y despojaron al padre de Jigme de su cargo oficial. De pronto, el papel para el cual Jigme se había estado preparando desapareció, por lo menos de forma oficial.
“No me molestó. Reconocí que los tiempos estaban cambiando y que debía centrarme en mi propia vida. Nunca nos enorgulleció nuestra posición de poder y nunca recibimos compensación por ella, así que lo aceptamos”.
Su padre murió en 2016 y Jigme quedó en una situación peculiar. La mayoría de los lo-pa lo consideraban el rey legítimo, pero sin poder oficial. Sin embargo, seguían dependiendo de él para dirigir los rituales religiosos y, de vez en cuando, resolver disputas locales. Y la veneración de la gente es clara. A lo largo de la mañana, mientras caminábamos por los callejones de Lo Mantang, todo aquel que nos encontrábamos se quitaba el sombrero e inclinaba la cabeza al pasar a su lado. Jigme, sonriente y jovial, saludó a todos por su nombre.
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Entonces, ¿cómo es que un rey –que no tiene poder ni autoridad– conserva el patrimonio cultural de su reino? El palacio decadente de Jigme es solo un ejemplo de los desafíos que enfrenta. Se dice que lo construyó el hijo de Ama-Pal, el legendario primer rey de Mustang, en 1441.
La UNESCO lo incluye en su lista tentativa de sitios Patrimonio de la Humanidad, pero, debido a los daños del terremoto y el clima cada vez más húmedo, necesita muchos fondos para evitar que decaiga más.
Mientras tanto, más allá de las paredes de Lo Mantang, los múltiples valles y cañones del reino resguardan muchos más templos y palacios antiguos, cada uno habitado por sus propias deidades y repletos de tesoros.
Había escuchado sobre un lugar en particular, un convento budista abandonado, Gompa Gang, que descansa en un risco sobre el río Kali Gandaki, a mitad de camino hacia el valle. A la mañana siguiente, antes de que salga el sol, emprendo el viaje acompañado de Tsewang Jonden Bista, primo de Jigme.
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Con la primera luz de la mañana, el paisaje empieza a cobrar vida y conducimos a lo largo del Kali Gandaki, que fluye perezoso por una extensa planicie; pasamos laderas estratificadas, como si fueran un pastel de capas grises, cafés, amarillas y rojas. Rebaños de melenudas cabras de Changthangi trotan al lado de la carretera, pastoreadas por niños y niñas llenos de polvo.
La tierra fértil a lo largo del río está cubierta de terrazas para cultivos. Es época de cosecha y familias enteras –niños incluidos– se dirigen a los verdes campos de trigo sarraceno y a los huertos rebosantes de manzanas.
Nos estacionamos en la base de un imponente risco de barro. En lo alto, presenta decenas de aperturas oscuras que parecen ventanas. Tsewang, que gestiona una empresa de senderismo, adopta la modalidad de guía turístico y me explica que Mustang es célebre por esas misteriosas “cuevas en el cielo”. Miles de ellas marcan los riscos de la región. La datación por carbono sugiere que algunas son milenarias.
En 2008, un equipo de National Geographic tuvo acceso a una cueva a unos 200 metros sobre la superficie. Dentro de ella encontraron una amplia cámara con miles de manuscritos, con escritos e imágenes budistas y prebudistas. Otras cuevas resguardaban esqueletos, pero nadie sabe con certeza quién los enterró ahí y se tomó el esfuerzo para crear esos complejos escondites.
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