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Con tres valijas y cien dólares, viajó a Israel para buscar un futuro mejor y encontró, por error, la fórmula de su felicidad

— Dijimos un poquitito, Simon-, le gritaba su esposa

— ¿Dijimos? ¡Dijiste! Y tus porciones de kiguel son cada vez más chiquitas, Sarita-, le contestaba él. Acto seguido le daba a su nieta de probar un trago de tónica con vino tinto

— Simón, ¿qué hacés?, rezongaba ella desde el otro lado de la mesa.

— Es Rosh Hashaná hoy -, afirmaba él y daba por finalizada la charla.

Es médica argentina y eligió España para ejercer la profesión: “Con un solo trabajo me alcanza para vivir cómoda”

Dejó Argentina a los 27 años

Israel, tierra de sueños y aventuras

Esos fueron los recuerdos que Alejandra Fridman guardó en su memoria con mucho cuidado cuando, allá por 1988, se animó a dejar Buenos Aires y emprender viaje hacia Israel en busca de un futuro más prometedor para ella y su familia. “Dejé Argentina a los 27 años, buscando un futuro mejor para mis hijos. Salí de allí con quien era entonces mi marido y con mis hijos Emanuel -que tenía seis años y medio- y Patricio -de ocho meses-. Dejamos todo y nos fuimos con tres valijas, dos bolsos de mano y 100 dólares. ¡Para poder comprarlos habíamos trabajado dos meses!”.

Al pisar suelo en lo que se convertiría pronto en su lugar en el mundo, sintió el impacto del desarraigo. La comida fue lo que más difícil le resultó. “Cuando llegamos, comíamos la comida que se comía acá. Comida muy rica, pero también muy condimentada. Algunas cosas muy picantes. Ni hablar de la panadería y la confitería. Había muy poquito, era rico pero, al lado de nuestras costumbres, para mi era casi nula”.

La cocina, para ella, era a ojo en esa época y podía solo confiar en los aromas y sabores que le habían quedado en la cabeza. “Moría por comer un pollo al horno como el de mi babe (abuela). Pero, por mas que intentaba, nunca lo lograba. Hasta que un día me quedé sin limón en casa. Al condimentar el pollo, cambié el limón por vinagre”.

“Crecí comiendo lo que pensé eran comidas típicas judías”.

Era la víspera de Pesaj (la festividad judía que conmemora la liberación del pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto). Puso la asadera con el pollo y las papas en el horno y entró a ducharse. Cuando abrió la puerta para salir del baño, se llevó una sorpresa. Un aroma que la transportó de inmediato a la infancia y a la cocina de su babe la golpeó por completo.

Una masa hecha con amor

Nacida en Sarandí, en el partido de Avellaneda de la provincia de Buenos Aires, se había criado en un barrio de gente que había escapado de la guerra. Y lo que unía a los vecinos era el deseo de poder vivir en paz, tener un trabajo y criar a sus hijos. Esos hijos y luego nietos, con el tiempo, se hicieron amigos, más allá del lugar de dónde habían llegado sus familias. Alejandra provenía de una familia judía, con una abuela que cocinaba mucho, y muy bien. Ella y su esposo eran oriundos de Biala Podlaska, un pueblito polaco a 45 km de Bielorrusia. “Yo crecí comiendo comidas típicas judías (o lo que yo creí que eran comidas judías). Mi babe hacía los mejores pletzalej que comí y ni hablar de sus knishes”.

“La cocina es mi terapia”.

— ¿Ves nenita? Tiene que quedar así de finita para que puedas leer una carta de amor a través de ella -, le decía mientras estiraba con amor la masa de sus preparaciones. Con los años Alejandra supo que esa frase es algo que se usa en todas las familias y pasa de generación en generación. De ella aprendió en los años de su infancia a cortar los knishes con el canto de la mano para que quedaran bien cerrados.

Ya de adulta, había viajado a Polonia a hacer un viaje de raíces. “Allí me enteré de que lo que mi babe cocinaba, en realidad era comida polaca. Los varenikes son oriundos de Europa del Este (todos sus países, de una u otra forma) y los pletzalej en realidad es un pan que se come en la zona de Lublin, y a esa zona pertenecía el pueblito Biala Podlaska”.

Y fue ese día que cocinó el pollo con un ingrediente diferente que una oleada de recuerdos y hermosos momentos visitó su mente. Sus abuelos, la mesa familiar, sus hermanas, comer hasta el cansancio pero siempre con espacio para la compota porque “era digestiva”, según decía su abuela. A partir de la experiencia con el pollo y el vinagre fue explorar, intentar, probar y aprender…

Actualmente Alejandra vive en Beer Sheva, es la ciudad principal del Neguev y está a 240 km de la frontera con Egipto

Terapia de olores y sabores

En 2016 una amiga la presentó en el grupo de redes sociales “Mamás Argentinas en el Exterior” (MAE). Allí, con el tiempo y junto a dos amigas, empezó a escribir en una sección que se llamaba “¿Hoy qué comemos?”. Hasta ese momento Alejandra cocinaba solo para su familia y tenía una pequeña empresa de limpieza de casas. “En la sección subíamos recetas con la foto y si necesitaban alguna receta puntual, me la pedían. De ahí surgió la idea del Instagram. Una de las chicas que estaba conmigo en la sección me sugirió abrir una cuenta. Yo decidí que si lo hacía, mis reglas iban a ser muy claras: poner solo recetas probadas por mi y con fotos mías. Al principio solo me seguían chicas de MAE, y hoy ya somos más de 24.000″.

Actualmente Alejandra vive en Beer Sheva, es la ciudad principal del Neguev y está a 240 km de la frontera con Egipto. Hace unos años cerró la empresa, aunque conservó algunas de las casas que limpiaba con sus empleadas. “Hace tantos años que trabajo con esa gente, que es como si fueran de mi propia casa. Además, en Israel la empleada doméstica es parte de la familia, no hay esa distancia que hay en Argentina”.

Piscis es la primera en subirse a la mesa cuando Alejandra va a tomar fotos. “A ella la comida no le importa, lo que quiere es acostarse arriba de los repasadores que pongo para sacar fotos”.

Aunque quizás no lo supo al comienzo de su aventura, la cocina se había convertido su cable a tierra. Mientras se asentaba en su nuevo destino, a la par de que sus hijos crecían pero también cuando tuvo que atravesar dos operaciones de huesos en diferentes momentos. No podía estar sin hacer nada. Después de estar internada y de regreso en su casa, cada día amasaba o cocinaba cosas distintas y eso fue su cable a tierra.

“La cocina es terapia. Lo mío viene a través de olores y sabores, de voces que todavía puedo escuchar cuando cierro los ojos, de todas esas cosas que no pueden ponerse en una valija, pero nos acompañan a donde vayamos. Es el recuerdo del olorcito del hígado con cebollita que cocinaba mi babe para después rallar con huevo duro. Y me imagino que le haría recordar el mismo olor que había en su casa, en Polonia, cuando su mamá (mi bisabuela) preparaba las fiestas. O ir temprano a su casa para ayudarla a cerrar los varenikes, que ella cerraba cantando bajito en idish. Y como la vida es una rueda, hoy soy yo esa babe. Y mi casa se llena de esos olores de mi infancia, y mis hijos vienen temprano con sus familias para ayudarme a cerrar los varenikes y a veces, yo también canto bajito oyfn pripetchik”.

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