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David Chipperfield gana el Premio Pritzker | Cultura | EL PAÍS

Construyendo en China —viviendas en Hangzhou— en contra de la práctica destructiva de partir de cero, Chipperfield atendió también a las capas de la historia, a lo poco: los restos físicos, y a lo mucho: las tradiciones constructivas. Estamos ante un diseñador que entiende el patrimonio como algo material e inmaterial a la vez y que por eso trata con humildad y conocimiento la historia y, desde esa posición de autoridad, la rescata. Son las capas de una historia actualizada las que dialogan en sus proyectos de Venecia: el cementerio de Sant Michele y las Procuradurías, los edificios renacentistas que enmarcan la plaza de San Marcos. También lo harán en Atena, donde acaban de ganar el concurso para remodelar y ampliar el Museo Arqueológico Nacional. Y, por supuesto, lo han hecho en Berlín, donde el londinense parece el arquitecto de la ciudad. Allí, en el Berlín reunificado, comenzó a demostrar que en su trabajo remodelación y ampliación van de la mano sin pastiches, sin trauma, sin ruptura y, definitivamente, sin desencuentro: como reparación del pasado y como argamasa para la convivencia futura.

Pero saber traer el pasado al presente no significa que Chipperfield no sepa abordar lo nuevo. Al revés. Es más capaz. Lo demostró con el primer museo levantado junto al Támesis, en Henley, en 1997. Inspirado en los graneros de Oxfordshire, el River Rowing Museum tenía calidez, tacto es una palabra más precisa, para mostrar algo que tradicionalmente se hacía a mano: los barcos. También The Hepworth Wakefield (2011), que parece surgir del río Calder en West Yorkshire, tiene una fuerza plástica inusitada, la que resulta de conectar diez volúmenes trapezoidales como quien levanta una montaña de piedras. Pero más allá de lo manual, las oficinas de Amore Pacific en Seul (2017) o, más recientemente, el Museo Pompidou West Bund de Shanghai demuestran hasta donde Chipperfield es capaz de llegar con la tecnología: hasta humanizarla con luz, espacio y control de los materiales. El valor conferido a lo construido y a los acabados es tan elevado en su trayectoria que los arquitectos mexicanos bromean con que, incluso en el DF, cuando culminó el Museo Jumex (2013), Chipperfield supo, y consiguió, construir bien.

Construir bien es, así, una de las claves de la arquitectura de este premiado. Y todo un alegato contra el espectáculo de las arquitecturas más flamígeras. ¿Hay arquitecturas que conviven mejor con lo imperfecto? “Hoy, con la escasez de recursos, igual no se puede aspirar a la permanencia”, admite desde Londres. ¿Cuándo y por qué es posible construir bien? “Es una obligación siempre. Tenemos que construir menos pero mejor. El buen diseño incluye ideas, materiales, comprensión del lugar y dedicación de tiempo. Estudia todo eso y optimiza su relación. Yo no construyo bien porque sea un genio, justo porque no lo soy me he dedicado a excavar en los lugares para entenderlos y sacar de ahí el proyecto que encierran”.

En España, Chipperfield firmó una obra audaz, el edificio Veles e Vents de Valencia. Sin embargo, el inmueble no tuvo ni la inversión requerida ni ha tenido el mantenimiento que una obra así precisa. “Los mejores proyectos incluyen una inteligencia económica, saber en qué invertir”, comenta.

¿Construye para la eternidad? “Toda la arquitectura busca inevitablemente ese fin: la permanencia a través de la estabilidad y la fiabilidad. Incluso cuando levantamos un castillo de arena en la playa lo protegemos para que dure. Eso desde el punto de vista pragmático. Desde el representativo: la arquitectura son marcas que simbolizan esa permanencia. El espectáculo del poder no me ha interesado nunca. El poder de la permanencia, sí”.

A la Ciudad de la Justicia barcelonesa y las viviendas sociales en el barrio madrileño de Villaverde, Chipperfield sumó su propia casa en Corrubedo, A Coruña, donde tiene hoy una fundación para proteger “no solo los edificios y el medio ambiente, también la suma de edificios”. En Corrubedo han recuperado hasta el bar del pueblo, abocado a desaparecer. Eso forma parte de la obra de un tipo que decidió que sus tres hijos pasaran los veranos en ese pueblo de Galicia. Es ese tipo de recuperación la que le llevó el año pasado a abrir su quinta sede (tras las de Londres —100 personas—, Berlín —150—, Shanghai —40— y Milán —40—) en Santiago de Compostela. La oficina tiene hoy seis empleados y resume el tipo de arquitecto global —o mundial— pero local que Chipperfield decidió ser. Fue la afinidad con un arquitecto español —Manolo Gallego— lo que lo llevó hasta A Coruña. Y ha sido la fuerza del lugar, de su geografía y de su historia, lo que ha hecho que tanto él como su mujer, la argentina Evelyn Stern, y sus hijos se impliquen en la vida del pueblo. “Nuestra casa en Corrubedo es mi manifiesto de lo que entiendo por arquitectura, algo que mejora las cosas pero no las somete. Una intervención no minimalista pero sí precisa a la que nada le sobra y nada le falta”.

Chipperfield es un arquitecto que precisa tiempo. No sabe trabajar sin él. Es de asentarse en lugar de imponerse. Por eso maneja el material más costoso: la mano de obra. Y defiende otra vía, no nostálgica, a la imparable industrialización de la arquitectura. Lo saben sus socios españoles —el estudio de Fermín Vázquez y Anna Bassat, B720, o el de J. M. Fernández Isla— y todos los internacionales. Esa es otra de las claves de este proyectista: trabajar con socios pensantes del lugar, atender, escuchar y observar para asentarse en un lugar desvelando su tradición y su cultura.

¿De dónde les nace a Chipperfield y a su equipo esa necesidad de velar por sus edificios? Para contestar conviene remontarse a sus inicios. Estamos en Londres. Corren los primeros años ochenta. Chipperfield ha dejado de trabajar para Richard Rogers y Norman Foster —los adalides del High Tech en sus dos versiones colorista y elegante— y sabe que ese no puede ser su camino. Corre 1984 y Chipperfield abre estudio en Camden. Tiene 31 años. Y no está cómodo con construir con vidrio y acero. Monta una exposición sobre Álvaro Siza. Eso es lo que a él le interesa: plasticidad, raigambre, lugar, materialidad. Y comienza a trabajar, atención, haciendo interiores. “No fue una elección. Vivíamos una recesión. No había trabajo. Entendimos que nuestra generación no construiría aeropuertos y hospitales. Y no despreciábamos el encargo de una tienda”. No despreciar. El diseñador de moda japonés Issey Miyake lo contrata para hacer su tienda en Chelsea. Y Chipperfield viaja a Japón para prepararse. “¿Qué puedes darle a Japón?”, pregunta a modo de explicación. Esa entrada profesional definirá las otras dos patas de este creador: el contacto y cuidado del espacio interior y la vía austera y exigente japonesa. “No minimalista, precisa”, insiste. Hoy Chipperfield y su estudio han firmado las tiendas de Valentino por el mundo. Lo han hecho sublimando un material a veces denostado: el terrazo que cubre, como una piel fresca y renovada, las boutiques del diseñador italiano.

Saber elegir y decidir cuidar. Ese sería el resumen de este arquitecto audaz y cuidadoso a partes iguales. Y de ese punto podría resultar tal vez su mayor crítica: aunque insiste en que sus edificios no cuestan más, Chipperfield no es un arquitecto económico. Necesita manos para construir y tiempo para entender, indagar y supervisar. Es así. Todavía trabaja para la eternidad.

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