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Diseño de Experiencias: Creación de Felicidad |

La búsqueda de la felicidad individual es fundamental en nuestra vida. Sorprendentemente, esta emoción comenzó a estudiarse a fondo en psicología tan solo unos años atrás. Hace dos décadas, Seligman y Csikszentmihalyi declaraban: “los psicólogos tienen conocimiento de lo que hace que la vida valga la pena”, y comenzó la Psicología Positiva. Desde entonces, el estudio empírico de la felicidad ha cobrado un gran impulso (Kahneman, 1999, 2011, Lopez y Snyder, 2009, Lyubomirsky, 2007, Seligman, 2011). Veamos si estas teorías pueden ser aplicadas a la experiencia en el museo.

Podemos tomar prestado el concepto de felicidad de algunos de estos autores, que afirman que es la “experiencia de la alegría, satisfacción o bienestar positivo, combinada con la sensación de que la vida de uno es buena, significativa y que vale la pena” (Lyubomirsky, 2007). Ese tipo de experiencia posee una parte afectiva inmediata, específica, que nos hace sentir muchos momentos agradables, alejando los que no lo son tanto, y en diferentes situaciones, con un componente cognitivo global más a largo plazo que nos proporciona satisfacción con la vida en general (leer bienestar subjetivo, Diener, 2000). En otras palabras, la búsqueda de la felicidad requiere la vivencia diaria de experiencias positivas, evaluando la vida como algo positivo y significativo. Obviamente, puede entenderse que la felicidad está fuera de nuestro control, que es más bien resultado del destino o incluso del azar en circunstancias afortunadas; o que está impresa en nuestra carga genética. Sin embargo, los estudios muestran (ver Lyubomirsky, 2007, para una comprensión general) que una buena parte de la felicidad depende de nuestras actividades y acciones y, por lo tanto, tiene picos a lo largo de la vida. A través del compromiso deliberado y activo con nuestro mundo, los individuos podemos, al menos hasta cierto punto, tomar las riendas de nuestras experiencias e incluso generarlas para los demás y, por lo tanto, conseguir ser más felices.

Desde el punto de vista material, estos conceptos nos plantean un reto emocionante – también desafiante -, sobre todo lo relacionado con el diseño, ya sea diseño industrial, de productos, de la interacción, e incluso de experiencias (incluida la museografía). ¿Será posible, entonces, que “diseñemos para crear felicidad”, enriqueciendo la vida cotidiana de las personas con vivencias positivas a través de actividades y experiencias? Este desafío es doble: por un lado, requiere una comprensión profunda de lo que es una experiencia positiva y de cómo se crea a partir de la “actividad”. Por otro, necesita estrategias para generar y mediar experiencias partiendo de hacer “cosas”. La reflexión que hoy planteamos tiene que ver con todo esto, con la noción del diseño centrado en la experiencia teniendo en mente la felicidad. Sin embargo, antes deberíamos hacer una aclaración de lo que es una experiencia, profundizando en la relación que existe entre ésta y lo material (objetos y artefactos). Mas adelante podremos describir los pasos potenciales que hay que dar para diseñar la experiencia, y referirnos al aspecto moral y ético que implica dicho diseño.

Alex Nio Design

La experiencia es un concepto con una rica historia y significado (Jay, 2005). Nosotros suscribimos el concepto de la experiencia como “un episodio, una parte del tiempo que pasamos rodeados de imágenes y sonidos, sentimientos, emociones y pensamientos, motivos y acciones […] estrechamente unidos, almacenados en nuestra memoria, etiquetados, revividos y comunicados a otros. Una experiencia es una historia, que surge del diálogo de una persona con su mundo a través de la acción” (Hassenzahl, 2010, p. 8). Después de vivir un episodio vital, las personas se dedican a crear significado a partir de esa vivencia. Literalmente, se narran historias a sí mismos (y a otros; Baumeister y Newman, 1994) que contienen un cuándo, un dónde y un qué, detallando la estructura temporal-espacial y el contenido de la experiencia. Los individuos pueden decidir y comunicar si su experiencia fue positiva o negativa (es decir, si fue efectiva y afectiva). La afectividad es un ingrediente clave de la experiencia (Desmet y Hekkert, 2007; Forlizzi y Battarbee, 2004; Hassenzahl, 2010; McCarthy y Wright, 2004): cualquier experiencia posee un “hilo emocional” (McCarthy y Wright, 2004), y es esa afectividad la que relaciona y vincula las experiencias con la felicidad.

Sin embargo, si nos detenemos en este punto, podríamos quedarnos cortos respecto a algunos conceptos aplicados a un diseño inspirador. Debemos plantear si la positividad también ha de ser incluida en el proceso de diseño. Pero ¿de dónde proviene la positividad? Podemos apoyarnos en la idea de que, en realidad, la positividad es el cumplimiento de nuestras necesidades psicológicas, lo que hace que una experiencia resulte positiva y personalmente significativa, es decir, que tenga valor personal. En un estudio sobre experiencias positivas relacionadas con la tecnología (Hassenzahl, Diefenbach y Göritz, 2010), una joven contaba esta historia: “Yo estaba viajando a Dublín. Me había quedado dormida en el autobús y mi teléfono móvil me despertó. Mi novio, que se había quedado en casa, me envió un dulce mensaje de texto: “Te quiero”. En esta experiencia encontramos varios elementos: una mujer que viaja lejos de casa, un novio que la extraña, un teléfono móvil que brinda la posibilidad de enviar un mensaje de texto personal. Sin embargo, el significado y la positividad derivan de la cercanía que se produce entre dos personas gracias a la tecnología; es una historia de amor, separación y anhelo. La experiencia satisface una necesidad psicológica de la joven de pertenencia, unión, cercanía, en resumen: una relación personal ( Epstein, 1990; Maslow, 1954; Ryan y Deci, 2000). De hecho, autores como Diener, Oishi y Lucas (2009), nos ofrecen “teorías de satisfacción sobre objetivos y necesidades”, como las dos explicaciones teóricas principales sobre las partes “variables” de la felicidad (en oposición a las partes “estables” de la felicidad, basadas en factores genéticos, la predisposición).

Está más allá de nuestro alcance, profundizar hoy acerca del concepto de las necesidades psicológicas y las teorías sobre los objetivos subyacentes. Tan solo consideramos las necesidades psicológicas como una forma de determinar si una experiencia es, o no, positiva y personalmente significativa. Sheldon, Elliot, Kim y Kasser (2001) resumieron las teorías sobre las necesidades en 10 conceptos, demostrando empíricamente la relación entre la satisfacción de esas necesidades y la afectividad positiva (negativa) en los eventos de la vida. Hassenzahl y otros (2010; ver también Hassenzahl, 2008; Partala y Kallinen, 2012) copiaron estas ideas para aplicarlas a las experiencias positivas a partir del uso de artefactos tecnológicos. Encontraron una correlación entre la intensidad del cumplimiento de necesidades y el efecto positivo recibido de forma retrospectiva.

Debemos decir que las necesidades son las que generan el escenario para el desarrollo del Diseño de Experiencia. Sin embargo, su cumplimiento real está siempre relacionado con prácticas más específicas. Los seres humanos tienen formas de sentirse cercanos, autónomos, agradecidos,  estimulados, seguros o competentes. Sentirse cercano a través del contacto físico, por ejemplo, es posible gracias a un apretón de manos, abrazos, besos, caricias o a las muchas formas de relaciones sexuales. Pero la diferencia entre necesidad y práctica es importante. Mientras que la primera es universal – nos esforzamos más o menos por mantener una relación -, la segunda supone más bien una acción específica, localizada, que puede depender de la persona a la que nos encontremos, y que determina, por ejemplo, que un apretón de manos pueda resultar más apropiado que un abrazo. Nuestra noción de “experiencia” así lo reconoce. Entendemos la práctica incorporada a una experiencia como el primer campo importante del diseño, porque nos proporciona la actividad en un contexto que satisface una necesidad en particular. Esto, a su vez, aporta afecto y significados positivos, dos ingredientes importantes de la felicidad.

La diferencia entre la experiencia y un objeto no es directa. Una caminata a través del Himalaya es experiencial, pero un televisor, un coche o un teléfono inteligente ¿son posesiones o herramientas para obtener experiencias? (Van Boven y Gilovich, 2003). En consecuencia, podemos pensar que cualquier objeto o artefacto consiste en una representación material y tangible y en un conjunto de experiencias. Un teléfono inteligente, concretamente, pesa 142 gramos, tiene una pantalla AMOLED de 3.7 pulgadas, una cámara de 8 megapíxeles con óptica Carl Zeiss, todo en un cuerpo de policarbonato. Podemos maravillarnos con esto, o con los momentos significativos que genera cuando, por ejemplo, se utiliza para explorar una nueva ciudad, para relacionarnos con amigos y familiares, o para sentirnos más seguros en un parque a las 3 de la mañana. Lo material y lo experiencial son dos caras de la misma moneda. Lo material sería la disposición tangible de la tecnología; las experiencias, los momentos significativos y positivos creados a través de la interacción con esa tecnología. Si aumentar nuestra felicidad se convierte en el objetivo principal de un artefacto, los diseñadores deberían analizar más a fondo algunos de sus recursos en cuanto a la representación material, pensando en el potencial de todas las posibles experiencias que el resultado de sus diseños es capaz de generar (Hassenzahl, 2013).

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Este último concepto no es poca cosa. Al referirse a artefactos, los diseñadores y los consumidores piensan principalmente en lo tangible, en la cosa material. Pueden contemplar atributos intangibles, como su potencial uso o su belleza, pero se trata de atributos que permanecen estrechamente ligados a aspectos materiales particulares (textura, color…). Desde esta perspectiva, el diseño y el consumo parecen ser lo más destacable cuando nos referimos al mundo físico, a lo material. Sin embargo, Ariely y Norton (2009) señalaron que “una gran parte del consumo humano se puede entender mejor considerando el “consumo conceptual “, el “consumo psicológico” que puede ocurrir independientemente y, en algunos casos, superar incluso al “consumo físico” (p. 477). Ariely y Norton utilizan como ejemplo la elección de una galleta con chispas de chocolate. Desde un punto de vista material, podemos buscar características para explicar las preferencias, como la cantidad de grasa o azúcar que contiene la galleta, el número de chips de chocolate o su tamaño. Sin embargo, la parte experiencial de comer galletas resulta un tanto más compleja. Puede plantearse una lista de cuestiones posiblemente implicadas : “¿cuántas galletas tengo?”. “¿Cómo puedo comer más galletas sin alejarme de mi objetivo semanal de perder dos kilos?”. “¿Qué pensarán si me como la última galleta de la caja? .”¿Son orgánicas estas galletas?” “¿Alguno de los ingredientes han sido cultivados por trabajadores explotados del tercer mundo?” (Ariely y Norton, 2009, p. 477). Estas preguntas dan una idea del lado experiencial del consumo, de todas las historias buenas y malas generadas a partir del hecho de comer una galleta. Pero un diseñador se enfocará en las recetas, los ingredientes, la calidad del chocolate, la dulzura y el “crunchi-crunch”. Esto es lo que parece que los diseñadores tienen bajo control. Si uno obtiene la receta correcta, la galleta será irresistible. Sin embargo, es preferible dejar todo lo relativo a la experiencia de comer galletas, para el marketing o para los propios consumidores.

Un diseñador de experiencia le dará la vuelta a todo esto. Primero pensará en las historias que se pueden narrar a través de las prácticas que giran en torno a las galletas. Podría crear una que permitiera ser dividida en dos para provocar en el consumidor la sensación de que se come solo un trocito cuando, en realidad, se zampa los dos, y así sucesivamente. También podría desarrollar un concepto listo para el consumo psicológico que estuviera unido a la creación de la galleta física. Podría comenzar con el diseño de las historias que se narrarán, y/o las experiencias que se generarán al dar forma a las prácticas a través de la representación material del objeto. Con este pequeño ejemplo de las galletas, resulta evidente que pensar en el lado experiencial de un objeto o artefacto, proyecta una red más amplia de lo que normalmente se lleva a cabo en el diseño. Y esto es algo perfectamente aplicable a la museografía.

Resumiendo, nuestro enfoque para “diseñar la felicidad” es proporcionar a las personas un mayor número de oportunidades diarias para participar en experiencias positivas y significativas, diseñadas deliberadamente, y en nuestro caso, circunscribiéndolo, sobre todo, al ámbito de los museos. Deben ser experiencias orientadas a que su positividad y significado puedan satisfacer las necesidades psicológicas fundamentales para prácticas conformadas a través de lo material. Por eso, y con suerte, el deseo de vivir experiencias positivas significativas creadas y bien moldeadas, con premeditación, reemplazará nuestra obsesión por la propiedad y el rendimiento eficiente de lo material. Actividades diarias, como ver la televisión, son vehículos potenciales para todo tipo de experiencias, pero muy limitadas pensando en la imaginación de los diseñadores y de sus propios usuarios. Al abordar esas actividades cotidianas desde la perspectiva de la felicidad, y no desde la de la producción, se abren muchas posibilidades para lograr que la vida adquiera un mayor significado.

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