Oaxaca

Florencia Etcheves: “Frida Kahlo nos dio un lenguaje del dolor”

En su nueva novela La cocinera de Frida, Florencia Etcheves combina sus ya probadas dotes para escribir policiales y asume el desafío de tomar como personaje a la icónica pintora mexicana de las cejas pobladas y las trenzas coronadas de flores.

La historia de Nayeli, la ficticia cocinera tehuana de Frida Kahlo, y su nieta Paloma, ocurre entre Buenos Aires y México, entre idas y venidas entre el presente y el pasado. La herencia de un misterioso cuadro irá revelando secretos familiares, en una trama que pone en juego la búsqueda de la identidad y el verdadero valor del arte.

La cocinera de Frida nació de una propuesta de los editores de Planeta México. “Fue una suerte de novela por encargo, porque ellos querían que una de los protagonistas fuera Frida Kahlo. A mí, al principio me pareció una locura, no entendía de qué manera podía meter el género que yo escribía con Frida Kahlo, porque uno en el mundo de la ficción puede inventar personajes y puede estirar los elásticos y hacer y deshacer como uno tiene ganas. Pero cuando esos personajes existieron, no significa que uno no lo pueda hacer, pero hay determinado límite. Sobre todo, un universo tan interesante como el de Frida Kahlo y el de Diego Rivera”, cuenta.

"La cocinera de Frida", de Florencia Etcheves (Planeta, $5.700 papel; $1.800 ebook).


“La cocinera de Frida”, de Florencia Etcheves (Planeta, $5.700 papel; $1.800 ebook).

–¿Cómo fue tu proceso de investigación para este libro?

–Estuve trabajando muchísimo en México en todo lo que tiene que ver con la investigación histórica de época, sobre todo de Oaxaca y de Tehuantepec. Toda la primera parte de la novela es una aventura arriba de un tren. Yo quería que esa niña fuera aventurera y me gustaba plantarla en un tren. Estuve mucho con el museo del ferrocarril y los tendidos ferroviarios de México en ese momento y qué es lo que pasaba arriba de los trenes.

Lo mismo hice con Frida y con Diego. Me volví de México casi cuando ya empezaba el confinamiento en Buenos Aires con una valija de casi 20 kilos de material. Y esa curaduría me llevó muchísimo tiempo, pero tenía un objetivo: voy a usar de este universo lo que a mí me sirva para modificar el arco dramático de mi personaje principal, que es la cocinera.

Por eso al final de la novela hay una nota de autora en donde cuento de la cantidad de material que leí, como una amiga que te recomienda un libro.

–¿Qué cosas te sorprendieron?

–Leí biografías y decía “esto no pudo haber sido real”. Y constataba los datos y efectivamente sí. Es fascinante. No conocía mucho de Frida y de Diego. De Diego conocía un poco más porque admiro su obra, me gustan sus murales y todo lo que él plasmaba, la pintura de denuncia. Pero no conocía gran cosa de sus vidas.

Cuando empecé a leer quedé enloquecida. Pude entender un poquito por qué Frida es inoxidable. Ella, su personaje, se terminó comiendo a su obra, prácticamente. Vos vas por la calle y preguntás de Frida Kahlo y todos saben que sí, que fue una pintora. Ahora, vos les preguntás el título de una obra y nadie lo sabe. Yo tampoco lo sabía.

Porque ella, su figura es tan potente que está como por delante de su obra, salvo para los que son sumamente artistas y entienden de arte. Ella es fascinante, una mujer modernísima, una mujer del futuro. La ponés hoy y es moderna.

Florencia Etcheves dedica ejemplares de su novela "La cocinera de Frida". Gentileza


Florencia Etcheves dedica ejemplares de su novela “La cocinera de Frida”. Gentileza

–¿Cómo describirías la relación de Frida Kahlo y Diego Rivera?

–Por todo lo que leí, ahora que se usa tanto hablar de esto del poliamor y de las parejas abiertas, en esa época, por momentos tenían ese tipo de relación. Él salía con otras mujeres y ella a muchas las conocía e incluso ella ha entablado amistad con quienes habían sido amantes de su marido. Él también sabía que ella tenía otros romances y no revestía mayor problema. La relación de ellos era tan intensa que superaba todo eso.

Eso no significa que no hayan tenido momentos de sufrimiento, pero siempre terminaban juntos. Me dio mucha pena algo que yo no sabía y que vi. El museo de Diego en Anahuancalli, que él construyó para guardar sus tótems, él coleccionaba los ídolos precolombinos de barro. En una parte de abajo del museo, como un sótano, ellos habían armado como dos bóvedas y la idea era que cuando ellos se murieran estuviesen los dos ahí. Eso no sucedió, pero no por voluntad de ellos.

Me resultó sumamente interesante cómo él la mostraba al mundo. Él era mucho más grande que ella, un maestro conocidísimo, pintor de palacios, le decían. Cuando iban a los vernissages o muestras en otros países eran “el maestro y la señora del maestro”. Y Diego los frenaba y decía: “No, no, no. Ella no es la señora de Diego Rivera, ella es Frida Kahlo. Ella es la única artista de la pareja, yo no soy artista”.

Él consideraba que la cabeza volada de ella, que era una maravilla, eso era arte. Eso me sorprendió. Tenía como esta idea que hay del hombre abusivo y ya. Estar juzgando a las parejas a mí no me gusta, pero sí me gusta leer los datos y resignificarlos de alguna manera.

La pintora mexicana Frida Kahlo (1904-1954). Foto EFE/EPA/SALVATORE DI NOLFI


La pintora mexicana Frida Kahlo (1904-1954). Foto EFE/EPA/SALVATORE DI NOLFI

–Hay una complejidad, una relación muy mimética con todo lo bueno y lo malo.

–Frida fue una mujer muy libre. Tenía una relación libre con su cuerpo, un cuerpo lacerado y lastimado por el accidente, pero además ella de chiquita había tenido polio, era renga y tenía una pierna más flaquita que la otra. Y ella no tenía ningún tipo de vergüenza con su desnudez, con su cuerpo, no tenía ningún problema con eso. Cumplió, diría, casi todos sus deseos.

El único que no pudo cumplir tal vez fue el deseo más íntimo y más fuerte que ella tenía que era el de ser madre. Su accidente le había dejado lesiones muy severas en el útero y quedaba embarazada y tenía abortos espontáneos y ella los pintaba. Nos dio un lenguaje del dolor muy interesante.

Y en el caso de Diego había nacido junto con su hermanito gemelo, eran dos. El hermanito se muere de a los dos años y la mamá no puede soportar la muerte de ese bebé, se la pasa en la tumba y en su tristeza y en su depresión descuida al niño, a Diego, que había quedado vivo. Al Diego niño prácticamente lo crió la empleada.

Entonces se juntaron la mujer que no pudo tener hijos con el hombre que no pudo tener madre en sus primeros años. Cuando vos leés los diarios de Frida es muy impactante porque hay textos en relación a Diego y parece que estuviese hablando de un hijo. Ahí hay un vínculo que es más fuerte, tal vez, que el del amor romántico, que también existía, por supuesto.

–¿Cómo fue transformar a Frida y a Diego en personajes?

–Elegí situaciones concretas en las que estaban la voz de Frida y la de Diego. Son bastante contemporáneos, por lo que hay muchísimo material, muchísimos libros de cartas entre ellos, de cartas de Frida a su madre, a sus hermanas, cartas que publicaban en los periódicos, que se escribían para presentaciones de obras.

Entonces lo que hice fue que mis situaciones estuvieran en los lugares en donde estaba la voz de ellos. Yo no quería meterles mi voz a los personajes. La voz inventada es la de Nayeli.

El muralista Diego Rivera besa a Frida Kahlo. Esta foto puede verse en la muestra "Tercer ojo", en el Malba. Gentileza Malba


El muralista Diego Rivera besa a Frida Kahlo. Esta foto puede verse en la muestra “Tercer ojo”, en el Malba. Gentileza Malba

–¿Cómo surgió el personaje de la cocinera?

–Tenía claro que no iba a escribir una biografía de Frida Kahlo, que era una novela de ficción y que la protagonista no era Frida, sino su cocinera, y que todo el universo de Frida iba a ser lo que iba a modificar la vida de esa niña.

Por lo que el desafío fue inventar un personaje que pudiera tener dentro de la trama un equilibrio. Porque Frida es muy fuerte, se morfaba el personaje de la cocinera y ese desequilibrio iba a terminar siendo un error y una trampa en la que yo misma me estaba metiendo.

–¿En qué te inspiraste para el personaje de Nayeli?

–En Argentina tenemos mucho rollo con la comida y las abuelas. “La receta de la nonna”, “las milanesas como las hace la abuela no las hace nadie”. Cuando estuve en México, hice un recorrido por las fonditas, les pedía permiso para entrar a sus cocinas, para ver las recetas y entender un poco cómo cocinaban y cómo condimentaban, sobre todo, que me servía para la novela. Cocineros y cocineras de las fonditas en Ciudad de México, todos me hablaban de “mi abuelita” y dije “ah, acá también”. Veo que es bastante universal todo esto.

Mucho de Nayeli me recordaba a mi abuela gallega. Ella vino de Galicia en un barco, muy pobre, con mi mamá, que tenía siete años. Y cuando le preguntabas a mi abuela, que ya era una mujer de 26, 27 años, de su vida en Galicia no te contaba nada.

Uno se pone a pensar, ¿qué habrá pasado? Por supuesto que no fue la cocinera de Frida Kahlo, ni mucho menos, pero es como que barajaron y dieron de nuevo, no volvieron a mirar para atrás. Y a mí eso siempre me generaba como mucha curiosidad.

Ahí es cuando yo empiezo a construir a Nayeli grande, ahí es donde me gustó eso que a mí siempre me quedó en la cabeza de mi abuela, quise darle ese statu quo de “secreta” porque me parecía verosímil porque me había pasado a mí.

Florencia Etcheves es autora de las novelas "Cornelia" y "La virgen de tus ojos". Foto Alejandra López


Florencia Etcheves es autora de las novelas “Cornelia” y “La virgen de tus ojos”. Foto Alejandra López

–¿Cuál dirías que fue tu mayor aprendizaje en todo este proceso?

–Siempre digo en broma que mi aparato emocional se lo debo a Verónica Castro porque toda la vida fui fanática de los culebrones y dije ‘este es mi momento’. Si tengo que definir a esta novela, sería una especie de culebrón mexicano. Lo que aprendí escribiendo esta novela es que puedo no encasillarme.

Yo siempre dije ‘si no escribo policiales ¿qué? No se me ocurriría escribir otra cosa porque yo aprendí esto y es lo que a mí me sale’. Se dio la posibilidad de poder meterme en otro género que tampoco lo puedo definir y pasó y lo disfruté y pude poner de mí otras cosas y otras sensaciones y otras tramas de personajes con otras maneras de vincularse.

Cuando uno escribe un policial, los personajes están todos atravesados por el apuro siempre porque están en riesgo. Un policial donde yo no tengo personajes en riesgo es un plomo. En un policial están atravesados por la muerte o por el miedo a morir.

En esto que yo escribí, en la parte de México, los personajes no tienen ese apuro, entonces tienen tiempo de hacer otras cosas que salvar sus vidas o que escapar de un asesino. Me di cuenta de que los personajes sin apuro son interesantes de escribir y eso fue lo que más me dejó como enseñanza esta novela: describir personajes sin apuro. 

–El tema de la familia como fuente de misterio es algo muy presente en la novela.

–Me gustaba el tema de los secretos familiares, de las mujeres, algo que me parecía rico y eso me lo dio Frida porque ella era lo anti-mujer secreta, todo lo contrario a lo que uno puede imaginar.

Nosotras cuando éramos niñas, a la mayoría nos regalaban el diario íntimo, ese cuadernito hermoso con un candadito y ahí nosotras escribíamos nuestros miedos, broncas, amores secretos, pero eso tenía que estar todo guardado bajo llave. Yo le regalé un diario íntimo a mi hija y hoy lo pienso y me arrepiento, es decirle “guardá bajo llave lo que te pasa”.

Frida Kahlo no guardaba bajo llave nada. Frida Kahlo dibujaba su útero sangrante y estamos hablando de 1939. Utilizaba el dolor como lenguaje, algo que las mujeres acostumbramos bastante ocultar, ella lo sacaba para afuera. Tenía un diario íntimo que dejaba abierto en la mesa y todo el mundo lo leía. Era lo anti-secreta.

Nayeli es todo lo contrario. Entonces a mí me gustaba jugar a ver qué pasa cuando sos anti-secreta y qué pasa cuando sos secreta. Y me gustaba que su nieta fuera una chica moderna, una chica de hoy que no quiere los secretos, y que fuera atrás de su identidad, de querer saber quién es ella.

Cuando vos no sabés quiénes son las personas que te precedieron –que sabés quiénes son con nombre y apellido, pero no sabés efectivamente quiénes son y qué hicieron–, vos también estás un poco perdido.

Entonces me gustaba muchísimo jugar con los secretos familiares, en este caso los secretos de una mujer y en el caso de la familia Pallares jugar con los secretos de la mamá de los Pallares. Todas escriben. Una escribía y escondía, otra escribía y mostraba, la otra no sabía escribir, pero callaba. Me gustaba explorar las distintas formas en las que las mujeres callamos o hablamos y qué pasa cuando nuestra voz es silenciada o cuando nuestra voz se escucha fuerte.

"Me gustaba explorar las distintas formas en las que las mujeres callamos o hablamos", señala Florencia Etcheves. Foto Foto Lucía Merle


“Me gustaba explorar las distintas formas en las que las mujeres callamos o hablamos”, señala Florencia Etcheves. Foto Foto Lucía Merle

–¿Cómo llegaste a la trama de la falsificación de arte?

–Cuando escribo una novela siempre elijo una mecánica criminal sobre la que van a versar los personajes, en este caso prácticamente me lo pedía la trama.

La mecánica iba a ser la falsificación, los falsarios, tráfico de arte, que además es una trama criminal que yo nunca había usado y que me parece interesante porque juega mucho con qué es verdad y qué es mentira.

Por ejemplo, tuve la suerte de ir muchas veces al Museo Reina Sofía de Madrid a ver el Guernica, que es mi cuadro favorito. Todas las veces que entré a verlo me desarmé en lágrimas. Supongamos que ahora hay una investigación y aparece publicado que en realidad ese cuadro es una falsificación, que no es el original, que no lo hizo Picasso.

Todo eso que yo sentí, ¿es mentira? Entonces hay un tema ahí alrededor de lo falso y de la verdad dentro de lo falso. ¿Los falsarios son artistas o no? Uno podría decir que no, ¡pero tenés que copiar un cuadro! No lo puede hacer cualquiera. 

–¿Qué significa el cuadro que está en el centro de la trama para los distintos personajes?

–Es esta puja entre el precio y el valor. Las obras de arte tienen de fascinante que no tienen un precio. ¿Cuánto sale el Guernica? No sé, es lo que en un remate alguien quiera pagar en el caso de que alguien lo quiera vender.

Sin embargo, para Paloma ese cuadro tiene un valor, pero para quienes se lo quieren sacar tiene un precio. Entonces, el precio y el valor, aunque parecieran ser sinónimos, en realidad no lo son. Me gustaba que cada una de las partes de la historia del presente tirara para su lado de la vereda.

Buenos Aires, agosto de 2018.

Mi abuela era experta en muertes ajenas. La relación íntima y hasta carnal que los mexicanos tienen con el arte de morir la ponía en un lugar de autoridad para la materia. La contentaba nombrar a la muerte con apodos burlones, como si con eso la ofendiera o pudiera alejarla: la huesuda, la chingada, la parca, la pelona. Pero sus estrategias no alcanzaron para frenar lo inevitable.

—Me estoy quedando fuera de la fiesta, mi niña —murmuró en cuanto apoyé mi mano sobre la suya. Su voz potente había perdido intensidad hasta convertirse en un hilo de sonido pequeño y gastado—. La huesuda está cerca, ya la he visto. ¿No la hueles?

El ambiente olía a cítrico. En la mesa de noche, un frasco de vidrio lleno de agua, rodajas de naranjas y pedazos de jengibre despedían un aroma que me llevó a las tardes de mi infancia, a esas horas sentada frente a la mesa de la cocina de mi abuela siguiendo sus instrucciones precisas: cortar limones y toronjas en pedazos bien finitos, armar mezclas de romero, laurel, tomillo y menta en montañitas no mayores a la palma de mi mano, y triturar en el mortero de piedra varas de vainilla y canela hasta que apenas sean un polvo tan volátil como la arena. La alquimista que me había enseñado a fabricar aromatizantes naturales estaba en la cama, recostada entre almohadones con fundas blancas y cubierta hasta el pecho por una de esas mantas de lana color morado oscuro, que uniformaba cada cama del geriátrico.

—Espero que la marcha sea feliz, y esta vez espero no volver —insistió.

No supe qué contestar. Me limité a apretar fuerte la mano huesuda que el tiempo había desgastado hasta dejarla del tamaño de la de una niña y clavé los ojos en un frasco de crema que estaba junto al aromatizante de naranjas. Lo abrí con cuidado y hundí los dedos en la pasta blanca; con la mano libre, retiré la cobija morada y le levanté despacio el camisón.

Las piernas de mi abuela mantenían su antigua forma y tonicidad.

Ella siempre decía que tenía piernas de bailarina y nadie se atrevía a negar semejante verdad. Los años habían decolorado su piel morena; las venas que habían logrado mantenerse ocultas empezaron a notarse hasta formar un diseño similar al de un mapa surcado por ríos finitos que iban desde los tobillos hasta los muslos, cruzando por los costados de las rodillas. Seguí el recorrido de las venas, dando pequeños toques de crema suavizante. Cuando las piernas de mi abuela quedaron cubiertas de puntitos blancos, usé las palmas de mis manos para masajearlas, lento pero con firmeza. Cada músculo, cada poro, cada centímetro. Me detuve en la mancha de nacimiento que decoraba el costado de su muslo derecho, justo encima de la rodilla: un óvalo acabado del tamaño de una moneda. Mi abuela usaba las faldas de un largo que cubría la mancha y, al mismo tiempo, dejaba al descubierto las curvaturas perfectas de las pantorrillas. El largo ideal. Las noches de verano, sus camisones de muselina me permitían ver esa marca que, ante mis ojos de niña, la hacían especial.

Mientras con el dedo índice acariciaba el contorno color chocolate amargo, recordé su reacción al preguntarle, siendo yo muy pequeña, por qué tenía la pierna marcada. Con un movimiento rápido, estiró el vestido hacia abajo, como si la hubiera descubierto cometiendo un pecado; clavó la mirada en el piso y me contó, en un susurro, que muchos años atrás, en el municipio de San Pedro Mixtepec, en su Oaxaca natal, un grupo de cazadores se había detenido frente a la roca gigante de un cerro. La roca tenía dibujada la silueta de una mujer india que cubría su cuerpo únicamente con sus larguísimas trenzas. Junto a la piedra, había una cantidad enorme de plomo. Los cazadores, muy decididos, metieron en sus bolsas el plomo con el que pensaban fabricar balas. El rumor fue corriendo como corren los rumores: de boca en boca. Se armaron grupos de peregrinaje hasta la piedra, todos querían conocer a la india mágica. Hasta que una situación sirvió de alerta: muchos de los hombres que habían subido al cerro no regresaron jamás. Los lugareños juraban que de noche se podían escuchar los gritos aterradores de los desaparecidos. Solo uno de ellos volvió. Le decía a quien quisiera escuchar su historia, con la mirada aún atravesada por el pánico, que la india de las trenzas y la mancha en la pierna estaba endiablada.

Mi abuela aseguraba que era una descendiente directa de esa india. Y yo le creí tanto que durante mucho tiempo me pinté la mancha con un marcador color café. Fue la única forma que encontré de pertenecer a ese linaje al que pertenecía mi abuela. Una forma poco eficaz, que se esfumaba cada noche con agua y jabón.

—Ya está, Paloma. Es tiempo de dejarla ir. Tiene que seguir su camino —dijo una de las enfermeras, mientras apoyaba su mano caliente en mi hombro.

Nayeli Cruz, mi abuela, la india mágica, murió a los noventa y dos años, sin que yo pudiera terminar de esparcir la crema suavizante sobre sus piernas de bailarina.

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