Texto: Tatiana Maillard

Ciudad de México, 16 de junio de 2018. No es la primera vez que Claudio Isaac da cuenta de la vida de un escritor. En diversos documentales ha retratado el legado literario de figuras como Pita Amor, José Emilio Pacheco y Octavio Paz.

Tampoco es la primera vez que Jaime Sabines es el protagonista de un documental de Isaac. En 1980, cuando el cineasta tenía 23 años, realizó un documental con el testimonio de vida del poeta chiapaneco. Treinta y ocho años después, estrena un nuevo largometraje, Sin dios y sin diablo, donde ya no es el poeta, sino los lectores de su obra, quienes develan a Sabines. No al hombre, no al político priista. Lo que importa, para estos hombres y mujeres, es la obra y ese poema que se volvió parte de ellos mismos.

–¿Por qué consideró necesario producir un segundo filme sobre Sabines?

–La diferencia está en que, en el primer documental, Sabines aún vivía. Ahora, son los lectores quienes hablan de su legado, y es lo que me parece importante, porque se suele pensar que la poesía es algo distante y exclusivo.

Algo que me interesó, fue que el documental creció el testimonio de mujeres lectoras. Eso apuntala a una idea que me agrada, de que la agudeza y la sensibilidad femenina se prestan más para la poesía y de que todavía hay mucho lastre de lo que es la educación machista; y ésta quizás es un factor que impide a los hombres enfrentarse cabalmente a la poesía, porque los fragiliza, porque aparentemente los debilita y hasta los puede hacer llorar. Ese es el poder de la poesía: toca notas que lo toman a uno por asalto. Es una música que conmueve, y no se puede prevenir que uno llore o no.

–¿Su relación con Sabines era de una amistad estrecha?

–La película es un homenaje a Sabines. Yo lo quise mucho. Lo extraño. Durante 20 años fuimos amigos y fue una especie de mentor. Bueno, ese es el lado privado. No dejé que permeara esa complacencia en el documental. Está presente el amor al hombre, pero mi posición tiene algo de transparente: mi labor no era exponer mis opiniones, sino que lo hicieran los lectores.

–¿Por qué?

–Porque los ejes temáticos de Sabines son el amor, la soledad, la muerte y nadie puede evadir esos grandes temas, por lo tanto, su poesía es un saco que le queda a todo el mundo. En Sabines se da una especie de comunión, que no se da necesariamente con Octavio Paz, que es un grandísimo poeta y quizá el más grande escritor que haya dado México, pero no provoca el mismo fenómeno que los versos de Sabines, que uno de joven los lee por primera vez y los quiere compartir. Hay algo de comunión, en el sentido místico y religioso de esa palabra. Eso lo convoca Sabines, a diferencia de otros poetas modernos. Es comparable a lo que los poetas de la antigüedad dejaban a la sociedad.

Hay también un tipo de celo –continúa Isaac–. Sabines es un tipo o muy difícil, o muy sexuado, o muy potente. Y despierta un tipo de pasión en el lector que se inclina a la posesividad. Hay gente que asume un poema o al mismo Sabines como algo propio. Sentía eso, al igual que la necesidad y la comunión de compartirlo. Lo comparten como licencia, pero pelean su posesión.

–Existe la percepción de que Sabines es un autor que se lee en la juventud y ya después se pasa a otros autores.

–Se tiende a desdeñar a Sabines como alguien que se saca los versos de la manga. Pero no. Conoció a los clásicos españoles del Siglo de Oro y aplicó ese conocimiento. Quizá tenía la influencia de Pablo Neruda o César Vallejo, pero muy pronto los dejó atrás.

Por otro lado, hay una cuestión de lo descarnado y lo pasional sin ambages en el tono, que caza mejor con la primera juventud. Revisitarlo es encontrarse con ciertos registros emocionales que uno tuvo de chico. Lo más sólido de la obra de Sabines resiste a cualquier edad y cualquier época para ser leído.

Hay un aspecto más accesible que a la gente le gusta y que no comparto; mi convicción principal era reivindicar la parte más honda. Por ejemplo, hay lectores de pie, que no son especialistas, pero también entrevistas a poetas, a un filósofo, un traductor. Eso sí: el temario de la entrevista con ellos iba por temas más viscerales, para que no fuera una cosa intelectual y elaborada, sino que respondieran desde el punto de vista vivencial. Un dato: el traductor de Sabines al árabe es un hombre que estudió filosofía y de pronto descubre un nexo entre su poesía y la filosofía de Martin Heidegger. Se aventura a decir que hay algo de fenomenológico en su poesía y eso se puede apreciar en cómo Sabines aborda el amor o la muerte. No es un poeta sencillo.

–¿Cómo evitó que su relación personal con Sabines influyera en el tono del documental?

–Es un ejercicio de rigor, porque no quería caer en complacencias: “¡queremos tanto a Sabines!, ¡vamos a expresar nociones ñoñas o baladíes!”. De lo que se trataba era de tocar fondo y reivindicar el poder de la poesía.

Sabines –reconoce Isaac–influyó en mí pintura y mi cine. También fue una presencia importante en mi vida. Eso no significa que yo haya aceptado ciegamente su producción, o que lo aceptara a él plenamente como persona. Era un hombre muy iluminado, pero también muy malcriado, que poseía un doble machismo: libanés y mexicano. Era dominante. En el documental, su hijo Julio habla del conflicto que tenía, de ser padre y proveedor y casero, y ser un hombre inquieto por lo que ocurría en la calle. Hay otras cosas que se pueden criticar de él, como que era diputado del PRI. Pero eso no me preocupa tanto.