Transcurrieron seis días desde que el presidente de Estados Unidos dijo que creía que, en efecto, Vladímir Putin ya había tomado la decisión de invadir Ucrania, el 18 de febrero, hasta que se hizo efectiva la ofensiva rusa, la madrugada del 24 de febrero. La Administración de Joe Biden llevaba semanas advirtiendo de que el mandatario ruso había realizado todos los preparativos necesarios para el ataque. Los servicios de espionaje habían hecho y compartido el seguimiento milimétrico y en tiempo real del movimiento de las tropas rusas por la frontera del país hoy agredido. También conocían el plan del Kremlin de fabricar un pretexto en forma de ataque falso para justificar su acometida contra Ucrania.
La inteligencia de Estados Unidos ha eliminado el factor sorpresa de la ecuación de la agresión rusa. Contribuyó a preparar la oleada sincronizada de sanciones al Kremlin y a facilitar la evacuación de ciudadanos estadounidenses en Ucrania. También sirvió para enviar tropas de refuerzo a los países miembros de la OTAN en el este de Europa y, en definitiva, para conformar la postura de la opinión pública, unánime en su condena de la guerra.
Casi dos décadas después de la polémica invasión de Irak con el argumento jamás probado de la existencia de armas de destrucción masiva en ese país, la inteligencia de Estados Unidos se ha apuntado ahora una victoria, que no cumple ninguna función redentora, ni tampoco ha logrado impedir el ataque en la práctica: Putin se encuentra ya asediando la capital ucrania, Kiev, sin temblarle el pulso ante las víctimas civiles. Pero la información del espionaje estadounidense sí ha ayudado a unir a los aliados ante la amenaza del Kremlin y ha concedido un margen de maniobra para diseñar un programa de sanciones en varios frentes, coordinado y sin precedentes. Todo ello tampoco ha servido para parar lo que parece ser el mayor riesgo de una guerra mundial en 80 años.
“La calidad del espionaje estadounidense es algo que no podemos alcanzar, han penetrado hasta el último rincón de lo que ocurre en Moscú, y es evidente que temen sinceramente que algo pueda ocurrir”, decía a este periódico un alto funcionario comunitario en Washington a principios de febrero. Sin embargo, en esas fechas las autoridades europeas empleaban aún un tono muy diferente al de Estados Unidos. Mientras los norteamericanos planteaban la retirada de diplomáticos del país, sus socios del Viejo Continente no consideraban que hubiera motivos suficientes. Si Washington exponía el arsenal de sanciones que estaba dispuesto a aplicar, Bruselas escondía las cartas.
En ese momento, en cualquier caso, Estados Unidos no daba por seguro aún que Moscú hubiera tomado la decisión de invadir, pero sí que tenía el plan perfectamente diseñado y que deseaba hacerlo. El 28 de enero, el Pentágono advirtió de que Rusia tenía en la frontera con Ucrania plena capacidad militar para invadir todo el país, una acumulación de tropas —entonces cifrada en unos 130.000 militares— inédita “desde los tiempo de la Guerra Fría”. Y alertaba: “Hay múltiples opciones posibles, incluida la toma de ciudades y territorios significativos, pero también actos coercitivos y actos políticos que buscan la provocación, como el reconocimiento de la ruptura de territorios”.
El propio presidente ucranio, Volodímir Zelenski, llegó a prevenir a Occidente contra la difusión de mensajes “alarmistas” sobre un ataque inminente, lo que, unido a los continuos desmentidos de Rusia, contribuyó a generar dudas sobre la solidez de la información que manejaban los aliados. El tiempo ha despejado esas sospechas de un modo atroz.
El 21 de febrero, Putin reconoció la soberanía de los territorios prorrusos de Donetsk y Lugansk como dos nuevas repúblicas independientes y ordenó la entrada de los primeros soldados rusos con el objetivo de “mantener la paz” y proteger a la población, víctimas, según el Kremlin, de un “genocidio” por parte de Kiev. Putin denunciaba ataques terroristas en la zona. Apenas 48 horas después, en plena reunión del Consejo de Seguridad de Naciones Unida en Nueva York (madrugada del 24 de febrero en Ucrania), el presidente ruso declaró la guerra a Ucrania bajo el eufemismo de una “operación militar especial”.
Los primeros avisos de que algo así podía pasar llegaron a la Casa Blanca en octubre a través de reuniones secretas del equipo de Seguridad Nacional. El desaguisado de la retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán estaba muy reciente, al igual que el conflicto surgido por el acuerdo militar suscrito con Reino Unido y Australia a espaldas de los aliados. Biden trató de atajar las suspicacias con Europa. Decidió, en primer lugar, compartir los hallazgos de la inteligencia con los socios al otro lado del Atlántico (Alemania y otros países de la UE muy dependientes del gas ruso asumieron la información y obraron en consecuencia); luego, con la opinión pública. Acto seguido, redobló el envío de ayuda a Ucrania.
Siempre un paso por delante del Kremlin, el espionaje estadounidense ha debido enfrentarse también a un componente fundamental de la guerra híbrida, la desinformación, sazonado por otro más tradicional, las operaciones de sabotaje. Washington alertó a finales de enero de que Rusia planeaba un ataque falso contra sus fuerzas en el este de Ucrania como pretexto para invadir la antigua república soviética. Un mes después, recurría a presuntos actos terroristas en Donetsk y Lugansk para justificar la “operación militar especial” que hoy ha situado al mundo al borde del abismo. El señuelo del sabotaje sigue siendo utilizado como recurso desinformativo por el Kremlin: el incendio en la central nuclear de Zaporiyia, asaltada el viernes, se debió a un “sabotaje ucranio” para desviar la culpa a Moscú, según el embajador ruso ante la ONU. La información satelital ha desmentido el pretexto.
El éxito se debe a una conjunción de elementos: una red de información reconstruida sobre el terreno en Rusia, los satélites gubernamentales y comerciales —como los de la empresa Maxar Technologies, desde Colorado— que rastrean el movimiento de las tropas, el perfeccionamiento de la capacidad para interceptar comunicaciones e incluso material de código abierto seleccionado de las redes sociales rusas.
Los avances en la criptología y la tecnología de intercepción electrónica durante la última década, junto con una dependencia cada más global de las redes informáticas y las comunicaciones móviles, han reforzado los recursos de inteligencia, según el diario The New York Times. Aunque el propio Vladímir Putin evita el uso de dispositivos electrónicos, sus soldados llevan teléfonos no seguros en sus bolsillos, lo que multiplica los puntos de recolección de datos.
Legisladores demócratas y republicanos han considerado estos días la precisión de las predicciones como un merecido espaldarazo a la comunidad de espionaje, que arrastraba críticas por fiascos como el de Afganistán o, en 2003, el supuesto arsenal de armas de destrucción masiva de Sadam Husein.
Algunos en Estados Unidos sostienen que Washington y Kiev podrían haber hecho más con esa abundante información recopilada, que la Administración de Biden ha compartido con la de Zelenski pese a una cierta reticencia inicial. La Casa Blanca suministró su inteligencia a Ucrania, incluso antes de que Rusia comenzara a acumular tropas el año pasado, y aceleró el intercambio de información durante la crisis. El Gobierno estadounidense rebajó las restricciones habituales en temas de espionaje para compartir los hallazgos con los ucranios y, a continuación, con los aliados.
Aun así, Estados Unidos y Ucrania a menudo estuvieron en desacuerdo en público y en privado sobre la naturaleza y el alcance de la amenaza rusa y las acciones que debían adoptarse. Zelenski no movilizó a los reservistas hasta el 23 de febrero, la víspera de la invasión, cuando decretó el estado de emergencia durante 30 días.
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