Educación

Tres estampas de ‘El maestro del dolor’

Pero es que ni siquiera el jardinero quiere venir a casa.

I

El oráculo

No sé qué ocurre de un tiempo a esta parte que me siento como apestada. Sí, así me siento, es la sensación que experimentaba en la primaria. Las tardes discurrían por el balcón y yo soñaba con que tocaran a la puerta y escuchar: Señora ¿deja salir a Ariadna? Pero eso no ocurría.

Por las tardes me quedaba sentada haciendo la tarea y a divagar. Una vez apareció un monstruo que se quería meter por la ventana del cuarto donde madre y yo nos sentábamos, ella a coser, yo, a hacer la tarea, a divagar, a soñar, como ya dije. A ese monstruo yo lo vencí con un sartén: se lo asesté en la cabeza y se despeñó por la ventana. Recuerdo lo poderosa que me sentí. Mamá no se dio cuenta, por supuesto.

Las plantas, en cambio, sufrieron por la caída del monstruo. Quedaron magulladas y resentidas. Eso constataba, en mi mente, que yo lo había vencido. Y ahora, me siento sin poder, como si en realidad nunca lo hubiera vencido.

Madre sólo dijo: -¡Mira lo que hizo el perro!

El jardinero, la señora del aseo, el repartidor del agua, mi propia familia, han dado muestras, contundentes, de no tener ningún interés en mi persona. Creo que esto empezó a ocurrir desde que Narciso apareció en mi vida.

Narciso es un hombre que me deslumbró. Fue para mí como aquel mito en el que Hera convence a Sémele de que le pida a Zeus que se le presente en su forma verdadera, éste, a su vez, se deja convencer por Sémele y ella muere calcinada. La aparición de Narciso me calcinó, aunque yo al principio no lo notara.

Aquel monstruo de mi niñez prefiguraba a Narciso. Era el atisbo de su irrupción en mi vida. Llegó con su refulgencia, con esa belleza masculina que yo siempre había soñado: sus canas, su nariz grande, sus manos de campesino chic, todo él era para mí un dios del deseo. Me habló con amabilidad, era lisonjero, me dijo que le gustaba y yo, como una fanática de Los Beatles, apresaba su sombra en mis manos y sollozaba de emoción.

Narciso, qué buen nombre te han puesto -pensaba-, tu belleza no es para menos que para hundirse, hundirse en ella misma (recuerden que soy una mujer exagerada) y suspiraba sin saber que Narciso era la encarnación del monstruo de mi infancia.

Narciso me sedujo, me convenció de que me amaba, de que daría la vida por mí, de que era un hombre de palabra, de que me querría hasta el final de nuestras vidas. Y como a mi no me gustan los amores de petate, le creí.

Y qué importa si venciste al monstruo, me dirán. Pero no, no lo vencí. El monstruo se agazapó en las garras del león que había en el pequeño jardín frontal y me engañó. Me veía pasar por ahí, entrar y salir de casa. Pasaron los años y destruyeron esas hermosas plantas y el monstruo, ya sin guarida, se posesionó de mi sombra y de mis movimientos, se hizo uno con mi sangre y yo lo olvidé.

Me sentí vencedora mucho tiempo, hasta que en una ríspida tarde de discusión lo vi, esta vez oculto en los ojos de Narciso. ¡Eres tú, eres él! Exclamó mi voz muda.  Comprendí que ese monstruo, que Narciso, eran parte de mi destino.

II

El bouquet menguado

-Vamos a buscar algo nunca antes visto-, me dijo.  Lo seguí, como equivocadamente yo sigo a quienes amo, como un perro.

Recorrimos el camino, el sol explotaba en mis sienes, los automóviles no tenían clemencia, pero el viento suavizaba todo. Amo el viento.

Avanzamos. Ya se veía la proximidad de un campo, un breve espacio que se había salvado de las edificaciones. El despoblado era verde con motas color trigo, los rayos del sol se balanceaban muy abajo y creaban ondas de calor. Parecía el desierto, pero había pájaros y unos pocos senderos de agua.

No muy lejos se percibían unos arbustos salvajes, nos fuimos acercando y la imagen enmarañada fue tomando forma. El verde adquirió los tonos de las aceitunas y la luz les otorgaba a las hojas unas sensuales vellosidades que provocaban el deseo de tocarlas. Eran pequeñas sin ser diminutas, puntiagudas, con líneas ascendentes.  Sobresalían unas florecitas, redondeadas, blancas, con la blancura que atisba al rosado. Se conformaban de tres pétalos que envolvían el centro como un capullo, eran cálidas, desprendían la ternura de un sueño, lo etéreo del amor.

Él se acercó, las vio, las olió, susurró maravillas; sus manos rugosas se olvidaron de sí mismas, las atrajo hacia su cuerpo, como un amante y las contempló con esa mirada que me hacía perder la compostura. Quiero ser esas flores, pensé.

Sacó su navaja del bolsillo, luego de su funda, la tomó entre sus dedos y la dispuso para cumplir su cometido. Percibí un ligero temblor en el viento, las ramas se contrajeron y las hojas perdieron un poco de su brillo. Imaginé un gemido, como el de una ninfa, pero casi mudo, ahogado.

Tomó con su pulgar y su índice un puñado de flores y ramas, las más selectas y apuntó la navaja. Fue veloz y contundente y en un instante aquel idilio se había desprendido de su origen.

Las sujetó con su mano y las reacomodó, lo hizo con profunda dedicación. Cómo amo a este hombre, pensé. Su reciente crimen no hizo mella en mí.

Volvimos al calor, del que nos había expulsado la presencia de las flores. Rodamos durante una media hora. Nada servía de refugio para esa luz que parecía surgir del cemento y esparcirse en el aire.

Al llegar a casa, algo había cambiado: el blanco que prefiguraba el rosado, se tornó ligeramente amarillo; y lo enhiesto del bouquet se apreciaba menguado.

-¿Dónde hay un florero?-, me preguntó.

-En la puerta de abajo-, contesté.

Iba a acercarse al lugar indicado, pero antes de eso, echó una ojeada al ramo. Detuvo sus pasos y dijo: No. Fue un no neutral, como de un pensamiento que es impertinente, pero no tiene importancia. Se paró junto al ramo de flores, las agarró, esta vez con rudeza y se dirigió al basurero.

III  

Oda a la indefensión

Sus labios adquirieron el temblor de una tremolina. El labio superior ascendió en el lado izquierdo y al hacerlo quedó al descubierto la parte interna: rosada, húmeda, ligeramente agrietada. Luego, el nudillo del dedo medio tocó con la fuerza de un látigo el colmillo superior izquierdo. El dolor ascendió desde el colmillo hasta la punta de la cabeza, como un electroshock hiperbólico de rayada.

En ese punto confluyeron, además del dolor en bruto, real, las memorias del duelo. De ese dolor que altera las circunvoluciones y las convierte en la pastosidad que impide el movimiento. Por una fracción de segundo percibió la saeta del puño, ese upper vertical, ese impacto seco y preciso que le hizo sentir un sabor ferroso entre los dientes. Adivinó la humedad escarlata que fluía desde sus encías y bajaba suave por sus labios y su mandíbula.

Ella pensó en un segundo: el combate ha dejado de ser estético. (Siempre le había preocupado dar una buena impresión. Y asomó a sus labios una risa ahogada. Esas situaciones en las que a veces se encontraban las personas le daban risa, recordó aquel día cuando Jorge y ella hacían el amor y de repente se dio cuenta de lo ridículo de la escena y se puso a reír, así se sentía ahora, como un títere sometido a las imposiciones de la vida, sin embargo, pensó: él no es Jorge, recuérdalo…)  La danza sincrónica se empezaba a convertir en un tambaleo. Apenas se recomponía, acomodaba las manos a los lados de su cara y veía con el brevísimo atisbo de fuerza que aún le quedaba, cómo su contrincante tomaba nuevamente brío.

Todavía le restaba un poco de fuerza en los brazos. Y tuvo un acuerdo consigo misma: debo hacer todo lo posible por asestar un golpe contundente, se dijo. Aspiró, a pesar de ese sabor hemático, que también habitaba su nariz, la mayor cantidad de aire que pudo, se vio erguida en su mente y observó con su imaginación cómo ese sujeto que le estaba sacando la vida, caía noqueado al piso. Abrió lo más que pudo los ojos, y, al hacerlo, el contrincante la miró con esa mirada de amor que la subyugaba. De sus labios brotó una sonrisa de gozo y sus ojos se abrieron totalmente, lo vio y sintió una calidez que deambuló por todo su cuerpo y el cansancio dio paso al olvido de sí.

Cada vez se sentía más agotada. Él continúo mirándola como si la amara. Y ella pensó: esto no puede ser más que parte de su treta, debo seguir mi plan. El agotamiento la dominaba, abrió otra vez los ojos para comprobar cómo la miraba el sujeto. Lo hacía con embeleso, pero mientras ella volvía a cerciorarse, él tomó impulso e inventó un golpe imposible que se dirigió certero y atroz hacia su pecho y ahí se ensañó.

  • Ilustración: Salvador Dalí

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