Ciudadanos Destacados Política y gobierno

De mujeres liberales

Isabel Turrent
14 Oct. 2018

Todavía no se conocían las cifras desglosadas de la minoría de votantes que habían llevado a Donald Trump al poder con ayuda del Colegio Electoral, cuando millones de mujeres salieron a la calle en Estados Unidos para defender sus derechos y protestar por el resultado de la elección. Tenían razón. La campaña de Trump había roto los límites retóricos de la civilidad elemental que prevalecía antes de su irrupción en la política, usado los recursos financieros de poderosos grupos que apoyan a los republicanos, y había adoptado una nueva estrategia: la compra de datos de usuarios de internet para bombardear a su base -y a los indecisos- con mentiras y teorías conspiratorias.

Esta guerra digital estaba teñida, como la campaña por las elecciones parlamentarias ahora, de un racismo descarnado y, dado que su oponente demócrata era una mujer, de una misoginia que nadie se había atrevido a enarbolar abiertamente en una campaña política en la historia moderna de ese país. Trump no buscó derrotar a su oponente, más inteligente y preparada que él, con argumentos o programas de gobierno, sino que emprendió la demolición (genérica) de Hillary Clinton como ser humano.

Y lo logró. Sus seguidores corean y festejan aún ahora el llamado a “encarcelarla”. Ni siquiera una grabación donde Trump alardeaba de hacer con las mujeres lo que quería porque era famoso disuadió a sus votantes cautivos: 53% de los hombres y 62% de los hombres blancos estadounidenses votaron por Trump.

Ese 21 de enero de 2017 las mujeres salieron a la calle (significativamente no llevaban mensajes de apoyo a Clinton), y meses después, empezaron a denunciar el acoso y los ataques sexuales que habían sufrido. Surgió el movimiento #MeToo (Yo también).

Algunos ofensores seriales perdieron su trabajo y su prestigio, pero a la vuelta de los meses, muchos otros han renacido de sus cenizas y han encontrado medios para publicar sus quejas y narrar cómo las acusaciones de sus víctimas habían “destruido” sus vidas. Sin mostrar, por cierto, ni comprensión de lo que hicieron (la confusión parece una epidemia que afecta la memoria de estos hombres que practican una masculinidad tóxica), ni empatía por las vidas de las mujeres que ellos destruyeron con sus actos. El último de ellos es el juez Brett Kavanaugh, que ocupa un asiento en la Suprema Corte, a pesar de las acusaciones de abuso sexual en su contra que Christine Blasey Ford expuso en el Senado.

#MeToo no tiene mucho que festejar. En Estados Unidos, Trump puede mantener el control del Senado en las elecciones de noviembre y Kavanaugh, y los jueces de derecha que son ahora mayoría en la Suprema Corte, apoyarán cualquier legislación en contra de los derechos de las mujeres.

En el resto del mundo, la misoginia se ha vuelto también parte del recetario de los populistas de ultraderecha. Entre otros, Jair Bolsonaro en Brasil y Matteo Salvini en Italia ejercen una amenazante retórica sexual para disminuir y amedrentar a las mujeres, especialmente a las que tienen puestos políticos. Y aquí en México, la vida de las mujeres parece desechable. Tan sólo el sicópata de Ecatepec mató con impunidad a 20 mujeres antes de que lo atraparan.

El problema de esta era de la posverdad es que los racistas y sexistas han dejado de ser grupos marginales, perdidos en las redes sociales, y sin influencia política. El ascenso de políticos iliberales en los últimos años ha puesto en evidencia, no sólo el apego de muchos votantes al autoritarismo, sino la permanencia del sexismo y el racismo entre el electorado que ha legitimado esos prejuicios con su voto.

Como si la historia fuera cíclica, las mujeres estamos de regreso en el pasado. En una situación paralela a la de las sufragistas que pelearon en Inglaterra por decenios, y por cualquier medio, para conseguir el voto. Esta vez la lucha tendrá que derribar las creencias irracionales que sustentan el mito de la inferioridad femenina -desde supuestas teorías genéticas y biológicas, hasta usos y costumbres que han convertido a las mujeres en moneda de cambio o seres mutilados física y emocionalmente-. Hasta que, parafraseando a Roxane Gay*, el tejido cultural de cada sociedad destruya los hilos de la misoginia, y valore a las mujeres a tal grado que ofenderlas, agredirlas sexualmente o discriminarlas sea no sólo inaceptable, sino impensable.

* I Thought Men…,

The New York Times, octubre 5, 2018.

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