Economia y Negocios

El dedazo presidencial, con AMLO, sigue vigente

En 1999 Jorge Castañeda publicó un libro en el que recogió y confirmó, en voz de los propios protagonistas, lo que ya todos sabíamos: que durante el periodo del llamado partido hegemónico, el presidente de la República personalmente designaba a su sucesor. A su libro Castañeda le puso como título “La Herencia”, y de subtítulo la burlesca denominación de “Arqueología de la Sucesión Presidencial en México”.

Quién sabe de qué habilidosas artes se valió Castañeda para que a cuatro expresidentes (Echeverría, López Portillo, De la Madrid y Salinas de Gortari), en sendas y extensas entrevistas que por separado le concedieron, les haya sacado a cada uno de ellos con lujo de detalles toda la sopa. Aun en vida, cuando “La Herencia” se publicó, que se sepa, ninguno de los cuatro entrevistados se retractó ni desmintió lo contado por el autor en su libro.

Así, con descarnado cinismo, Luis Echeverría le hizo saber a Castañeda las circunstancias, con abundancia de información, de cómo Díaz Ordaz le comunicó que él –Echeverría– sería el próximo presidente de la República; de cómo él a su vez se lo dijo a López Portillo, éste en su momento a Miguel de la Madrid, quien a su vez hizo lo propio con Salinas de Gortari, para que finalmente este último le contara cómo fue que decidió que Luis Donaldo Colosio lo sucediera y, luego de su asesinato, cómo determinó que tomara su lugar Ernesto Zedillo.

¿A qué viene lo anterior? A que hechos tan notorios, palmarios, evidentes y repetitivos (nomás cada sexenio) en la política mexicana, conocidos popularmente como el “tapadismo”, el “dedazo”, la “cargada”, los humillantes “acarreos” y los ofensivos gastos de campaña con cargo al erario, propios del antiguo régimen, son prácticas que hemos vuelto a ver en el nuevo oficialismo, como si medio siglo en la historia del país hubiera pasado en vano.

Así como antes, contra toda evidencia, esas prácticas antidemocráticas y ominosas se negaban, el nuevo grupo en el poder se conduce de igual manera. Es por ello que inventó un gigantesco ejercicio de simulación para darle visos democráticos a esa costosa farsa, en la que seis “corcholatas” −como despectivamente se les llama, y ellas aceptan con gusto que así se les diga− fingen competir por la candidatura presidencial de Morena en 2024, a sabiendas de que la decisión de López Obrador al respecto ya está tomada. ¿O serán tan ingenuos que supongan lo contrario?

¿O creerán acaso que los mexicanos lo son como para tragarse tan enormes ruedas de molino? ¡Claro que no! Por ello debieron haberse ahorrado el gigantesco gasto que implicó la farsa que montaron desde mediados de junio para concluirla el próximo 6 de septiembre, a fin de hacerle suponer a la opinión pública que se trató de un ejercicio democrático. Nadie lo cree, como en su tiempo tampoco nadie, por más ingenuo o tonto que fuera, vio como algo ni remotamente democrático el proceso tapadismo-dedazo-destape-cargada.

Recorridos y visitas por todo el país de seis simuladores (o corcholatas) con comitivas y gastos de todo tipo, desde luego propagandísticos, con cargo al presupuesto (para empezar los 30 millones de pesos que oficial y públicamente les entregó Morena, procedentes obviamente del financiamiento público, que escasamente les habrán alcanzado para un día de precampaña), más las carretadas de recursos públicos, denunciados por al menos uno de ellos, debieron haber tenido mejor destino.

Hemos sido testigos de un brutal derroche de dinero gubernamental, en el mejor de los casos, o tal vez de otro origen igualmente ilícito, para montar una farsa que a nadie ha convencido, salvo a los que interesadamente afirmen lo contrario. De este sainete ya vendrá en el futuro algún “arqueólogo”, como Jorge Castañeda, que documente que en efecto fue una burda comedia, como todos nos dimos cuenta.

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