Una ciudad tan acostumbrada a las estrecheces tuvo que acostumbrarse a jugar con lo que no costara un duro. Cádiz juega con las palabras cada febrero porque son gratis. Un cuplé para tirarse, un estribillo ingenioso e inolvidable. Resultan muy costosos, prodigiosos, difíciles de encontrar. Pero son gratis. Nada que comprar. Los lujos, para otros lugares.
Antes del Carnaval y equidistante respecto a la Navidad, la ciudad vive cada año una particular tradición menor que también convive con las ganas de reír bajo el bombardeo diario de pesar. También lleva el humor, la sátira y el disfraz metido dentro. Su origen está difuminado en el recuerdo.
La organizadora Asociación de Detallistas de Mercados, Asodemer, fija su nacimiento en 1876. En aquel año, el Ayuntamiento decidió impulsar una fiesta previa a Todos los Santos en los puestos, para animar a las compras y restar pesar a la semana de los difuntos. Consistió en adornar e iluminar, aún sin luz eléctrica, la conocida Plaza de Abastos.
Lámparas, blasones, telas y flores. Como suele suceder en la ciudad, en Andalucía toda, la gente fue. Mucha. Llenó el baile posterior y no hubo desgracias que lamentar. La fiesta mutó en costumbre porque, en estas tierras, apenas hacen falta tres repeticiones para que una convocatoria cambie de nombre y pase a ser tradición.
Según ese relato, por cierto, la fiesta de Tosantos en los mercados estaría a punto de cumplir 150 años. Sería el cercano 2026, dentro de tres ediciones si se descuenta la de este lunes. Y parece que tiene futuro. Los niños son protagonistas y en este 2023 formaban colas con padres y abuelos, que les explican lo que pueden y tratan de sembrar la semilla de la continuidad.
Aquel viejo hábito comercial, social, se contagió por entonces al resto de mercados de abastos de la ciudad. En tiempos, pasó por el de la plaza de la Merced, muy popular durante el siglo XX y ahora reconvertido en centro cultural.
El rito saltó a los más modernos, como el Virgen del Rosario, en Extramuros, junto a la también reciente avenida transversal. En esta edición estaba atestado. Lleno de futuro, sonrisas, curiosidad y cámaras de móvil. Cierto que es mucho más fácil de llenar por sus reducidas dimensiones.
Como en toda tradición, la historia se funde con la mitología. Nadie sabe muy bien en qué momento esos exornos, serios, incluso rimbombantes, se adaptaron al humor y la sátira. Los más antiguos del lugar hablan de los años 60 como el origen de la tradición actual en la que los puestos de frutas, carnes y pescado se convierten en una parodias, representaciones o tributos.
Animales disfrazados en una composición que tiene un sentido crítico e irónico, una parodia vegetal y animal de acontecimientos o debates que haya vivido la ciudad, Andalucía o España en los últimos meses.
En este año aparecía un precioso homenaje a un vecino muy querido y fallecido hace pocas semanas, Paquito del Mentidero. Todas sus pasiones y aficiones aparecían reflejadas en el puesto de Fernando Coucheiro: Semana Santa, Carnaval, La Caleta…
A unos pocos metros, una pescadería reproducía a La Sirenita de Disney, con pescados reales, obvio. En cambio, la heroína de los mares se quejaba de lo elevado de la temperatura del agua y de los asquerosos plásticos que la rodean. Contaminación y cambio climático presentado ante niños embobados. Más allá, un enorme pescado vestido de legionario, con su bandera de España cogida de la aleta. El simbolismo se escapa.
Nadie sabe bien cómo empezó todo. Curro el de la carne, Manuel Pecino, Juanelo, Joaquín Pecci son nombres que surgen en la conversación con Manuel Álvarez, veteranísimo y jubilado minorista. “Uno empezó un año a vestir a los cochinos para reírse de algo. Al año siguiente fueron dos o tres. Luego alguien hizo lo mismo con seis gallinas. El otro montó algo con piñas y naranjas, no se sabe, fue así, sin más. Al final era media plaza”, dice sin rastro de solemnidad, sin atreverse a señalar al pionero, a ningún inventor.
Sí hay rastro documental de que en 1977, aún con un alcalde posfranquista, Emilio Beltrami (UCD), el último antes de las primeras elecciones municipales, se puso en marcha un concurso para elegir al más gracioso, al mejor trabajado, al más impactante.
Los momentos de máximo esplendor llegaron en los años 80, incluso en los primeros 90. Con el cambio de siglo, la tradición pierde fuerza. La falta de relevo generacional, el número de puestos cerrados y los convertidos en mostradores para hostelería, con la moda de los mercados gastronómicos, se vuelven un enemigo potente.
Pese a todo, este año, esta tarde de lunes reconvertida en pequeña fiesta vespertina, fueron 39 los puestos participantes divididos en los 23 del Mercado Central de Abastos y 16 en el Virgen del Rosario. De ellos, 6 son del apartado de carnes; 10 en frutas, 14 en pescados y 9 en varios.
La herencia es la clave
Entre los organizadores, también. Israel Sánchez es uno de los fruteros más populares del Mercado Virgen del Rosario. Ha ganado varios premios en los últimos años pero en esta edición está particularmente orgulloso: “Mis hijas han montado el puesto conmigo. Se lo están pasando muy bien. Este año lo he hecho con ellas para que esto no se pierda”.
Los que gustan de esta costumbre tan particular tienen motivos para la decepción por el bajo número de puestos participantes, sobre todo en el Mercado Central. Pero también pueden agarrarse a la esperanza. Gran parte de los asistentes, por centenares desde la apertura a las 18 horas hasta la clausura a las 21, eran menores.
Bajo el perfil de la histórica sede de Correos aparecía una imagen que resume la evolución: decenas de niños hacen cola para maquillarse al estilo Halloween junto al único puesto de castañas asadas que sobrevive. Con ese aspecto entrarán a curiosear los puestos disfrazados. Pasado, presente y peculiaridad local juntos en el mismo lugar, a la misma hora, siglo y medio más tarde.
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