Ciudades del futuro Tecnología e innovación

Metaverso, poliamor, ultraligero.

Todo lo que sé de las relaciones humanas lo sé por lo que siento, todo lo que sé del mundo y que integro a mi conocimiento fundamental lo sé por lo que siento, quiero decir que el componente emocional es consustancial al proceso cognitivo. Pero corren tiempos que hacen volver a una pregunta filosófica fundamental: ¿dónde terminan las fronteras del yo? Hacia fines de los años 90, Andy Clark y David Chalmers escribieron sobre la mente extendida ejemplificando con dos personajes ficticios: Inga y Otto, Inga recurre a su memoria cuando necesita ir a un sitio y Otto recurre a un cuaderno donde anota las direcciones y las consulta. The Extended Mind se
llama el ensayo y puede consultarse en línea, vale la pena leerlo. Elaborando
en torno a la filosofía de la mente, Clark y Chalmers se aproximan a la
conclusión de que la mente extendida también es yo. Es decir, que un
objeto que da el mismo resultado que recurrir a la memoria biológica, es parte
de la mente humana si cumple con el mismo nivel de efectividad: permitir que Otto
sepa que el museo que busca queda en tal calle con tal número. A Inga se lo
dijo su memoria, quizá hasta su intuición, pero ambos llegaron al sitio que
querían. Este planteamiento remite, inevitablemente, a nuestra relación con el
teléfono móvil. ¿Tenemos un teléfono que piensa por nosotros? Todas esas
funciones, las rutas programadas, los comandos de Alexa y las insospechadas
aplicaciones y funcionalidades que la Inteligencia Artificial y el Metaverso
traerán, ¿son nuestra mente extendida?, ¿eso también es nosotros? A partir de aquí me vuela la cabeza, porque si consideramos el ser a esta extensión mental, ¿qué implicaciones tendrá en términos epistemológicos, éticos y hasta legales? ¿Qué sucederá cuando se cometan delitos —quién lo duda— a través de una aplicación y haya que decidir a quién imputarle una responsabilidad jurídica? Si eso que al principio conocimos
como second life está más cerca y más finamente desarrollado de lo que
imaginábamos en aquellas películas futuristas con simpáticas máquinas
antropomorfas, y ahora sustentado en estimulaciones extrasensoriales para experimentar
incluso lo que no se vive, no puedo sino pensar en las inenarrables
consecuencias emocionales y psicológicas que ni siquiera alcanzamos a atisbar. ¿Cómo y de quién y estimulando qué procesos mentales ocurrirán las experiencias amorosas a través de la Inteligencia Artificial y del Metaverso? Porque también va a suceder, si amor y delito son el sino de la humanidad, cómo negarlo. Y si se generan vínculos no sólo de amor sino de poliamor, —ay, ahora las palabras esenciales llevan siempre un prefijo— ¿quién asumirá qué delimitación emocional para individuarse y no ser consumido por una ansiedad incontrolable? Qué pedazo de historia estamos viviendo. No sé ustedes, pero yo estoy llena de preguntas, a veces me fascina imaginar lo que viene, otras me aterra, y otras celebro ser una señora de cuarenta que más o menos construyó una identidad —o al menos eso dice mi credencial del INE— y no me va a tocar la descomunal paliza de crecer y formar mi yo en medio de esta revolución identitaria y emocional que se avecina. Cosa maravillosa y terrible que yo atisbo más terrible que maravillosa, con perdón. Si la mente está llena de mucho más de lo que la conciencia puede distinguir, está infinitamente más cargada de lo que cualquier algoritmo, aplicación, second life o metaverso puedan anticipar. Somos una especie inacabada, nuestro cerebro es uno de los órganos más misteriosos sobre la faz de la tierra. ¿Dónde terminan las fronteras del yo? ¿para dónde vamos? Recurrentemente pienso en ese
hito en la historia de la humanidad al pasar del fuego real al fuego eléctrico,
en la carga simbólica que tiene. Ya sé que así es todo más limpio, más ligero o
ultra ligero —ya estamos otra vez con los prefijos— y somos, ya lo dijo
Lipovetsky, la civilización de la ligereza. Miro mi cuerpo, es tan real y guarda tanta historia, que no me canso de repetirlo: pero si ya lo teníamos todo aquí y lo hemos explorado muy poco. Mal citando al poeta Gonzalo Rojas, me pregunto: ¿qué se espera del amor sino que haga más vivo el vivir?, ¿no era el hecho de enamorarse una experiencia de meta realidad? Pero no me hagan caso, que esta sólo es mi concepción de la vida (o del amor) y la defiendo porque no tengo otra. Metafelices fiestas. Inteligentes y artificiales. —Texto originalmente publicado en el periódico Reforma. * GRACIAS POR TU AYUDA: Queridos lectores, ojalá puedan aportar 3 dólares para seguir publicando este contenido gratuito y constante. Den clic aquí: https://www.patreon.com/almadelia?fan_landing=true

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