Política y gobierno

Nací en Venezuela, pero no soy venezolano.

Por: Alejandro Llerandi

Nací en la capital de Venezuela a mediados de 1.970 en una típica familia de clase media que contaba con los recursos para vivir, pero tenía que trabajar para mantenerlos.

Crecí en un país donde las familias estaban orgullosas que sus hijos estudiaran en colegios y liceos públicos, y entrar en las más prestigiosas universidades del país (todas gratuitas) era un privilegio ganado por estudios, un país donde con escasas excepciones las academias privadas era de menor calidad, eso aunque parezca “un detalle”, hacia confluir todas las clases sociales, no solo en las aulas, en las fiestas, romances y amistades y se permeaban irreverentemente los estatus.

Un gentilicio “joven” (no milenario), pero donde un docente de cualquier nivel era un profesional honorable y ejemplar, un tutor filosófico.

Un país al norte de sur América, donde se celebraban las fiestas a puerta abierta, o directamente en la calle, y los adolescentes se mezclaban entre patines, verbenas y juegos, con plazas llenas de gente que leía, hablaba, jugaba o paseaban tomados de la mano. 

Una capital con dos centros comerciales y muchos bulevares y aceras llenas de humanidad.

Nos encantaba, como a todos, el dinero y los lujos, pero la prioridad era la gente, los amigos, la familia, las vacaciones y las comidas familiares. 

El dinero se ganaba, no se robaba, la deshonestidad era un estigma tan deshonroso que preferíamos no coquetear con él.

Me crié en un país en disertación, contradictorio, donde disentir era respetable y bien visto, en una cultura donde los medios contrataban sus principales detractores para que “desde dentro” asumieran el reto de hacerlo mejor.

Un país donde se trataba de “usted” al opositor y se le exigía un discurso memorable y digno, con ídolos que eran ejemplares, fuesen de nuestro agrado o no. 

Donde cabían todos los capaces y el bien mayor era prioridad a largo plazo. 

Un estado SOCIAL, sin “ismos” que pervierten la humanidad.

Estoy consciente que han pasado más de cuatro décadas, con evolución tecnológica y variaciones mundiales, pero han podido potenciar lo bueno, somos mas universales todos.

Pero hoy, en 2020, hay un lugar que hurtó el nombre de mi país.

Una comunidad que es la principal enemiga de Venezuela, pero a la vez se hace llamar así.

No soy Venezolano en el presente, porque no creo en la “venezolanidad” actual.

No creo en la trampa para llegar primero, en la clasificación de los seres humanos en “tierruos” o “sifrinos”, ni en la necesidad de ser apetecido socialmente por donde vivo, en que carro llego o que tengo. 

Menos aun justifico a todos aquellos privilegiados que tuvieron familias estructuradas, casa y estudios y que al contrario de abrazar a sus congéneres que no tuvieron la misma fortuna y apoyarlos, los apartan como leprosos sembrando la separación.

La popularización canibalizada de la burguesía corrupta acabó con mi país.

Venezuela NO EXISTE. 

No la destruyó un gobierno, la desmanteló la gente, tentada por sus carencias, recostada de unos falsos líderes que “roban pero dejan robar”, buscando crear atajos como si la historia se escribiese a corto plazo, indolente y sin humildad

Con tristeza, cuando alguien me pregunta por mi país, en el extranjero donde vivo, hago un duro símil: Venezuela es como mi madre, que la amo con todo mi corazón, pero mi madre murió, ya no puedo ir a verla, no puedo compartir con ella más allá de mis recuerdos maravillosos, estoy agradecido de haber nacido –en Venezuela o de mi madre-, pero ya no están en este mundo.

Actualmente somos exportadores de un modelo humano fracasado, llegamos “apostillados”, con títulos y necesidad de reconocimiento, con la fantasía de lujos en dólares o euros y pretendiendo enseñar a otras sociedades como hacerlo bien.

Somos (como comunidad, no individualmente) indeseables porque llegamos a casa del anfitrión, que nos da cobijo cuando se nos quemó la casa, pero no queremos dormir en el sofá de la sala si no en la cama king del cuarto principal y decirle con prepotencia como tiene que organizar su vida para tener nuestro éxito (¿irónico no?)

No soy venezolano, porque no formo parte de esa rabia cancerígena que algunos tienen por estar trabajando de “mujer de servicio” o “jardinero”, cuando nos encantaba tener uno en casa, no puedo sumarme a ese complejo que hace sentir a alguien valioso solo cuando tiene mucho sin importar la humanidad, ni creo en esperar a estar “desesperado” para aceptar un trabajo así, ya que son oficios y en el mundo, eso es muy digno.

Demandamos mucho y estamos dispuestos a dar muy poco, Venezuela se arruino el día que nos creímos ricos porque teníamos petróleo y asimilamos que era OBLIGACIÓN de los demás hacer por nosotros lo que no haríamos por nosotros mismos ni por nadie. 

El venezolano es una metáfora triste del “hijo de papá” que está acostumbrado a ser mantenido y nunca ha sido capaz de producir, solo manipula y llora para que le den más. Dejemos tanto chiste evasivo y tomemos muy en serio la tragedia, hagámonos responsable de ella.

Por eso hago la irreverente y poco feliz afirmación de : No soy venezolano. 

No soy el venezolano sediento de aparentar belleza y opulencia, como recitaba el cantar de mi época del gran Rubén Blades: “gente que vendió, por comodidad, su razón de ser y su libertad”.

No pretendo ser aceptado en mis declaraciones, ni siquiera peco de pesimista, solo hago el diagnóstico que imperfecta y humildemente me permite mi experiencia.

Soy del mundo, aunque mis documentos tengan frontera, me siento parte de una especie en extinción que nostálgicos y dispersos por el planeta valoramos y agradecemos la oportunidad que se nos brinda en cada lugar.

Si hay una solución, pero pasa por deshacerse de todo lo que no nos funciona, ser honestos con nosotros mismos (hablo de nosotros como co-responsable), dedicar horas en agenda a servir a la sociedad, a educar, aprender con humildad de los que lo hacen bien, dejar de culpar a un gobierno que solo hace lo mismo que la secretaria o el empleado que completa la lista escolar de sus hijos con la resma de papel de la oficina. 

Una élite tiene acceso al patrimonio nacional, pero casi todos los que han abrazado la cultura actual, harían algo similar, anteponiendo su beneficio personal, al del colectivo.

Si queremos renacer el gentilicio venezolano, dejemos de hacernos las víctimas, llegando a sociedades que nos dan oportunidades con soberbia. 

Dejemos a un lado el complejo de “tu no sabes quien soy yo” y sustituyámoslo por “quiero saber quien eres tu y aprender de ti”.

El panadero, el frutero, el conserje extranjero del edificio en el que crecimos, no nos odiaba por trabajar para atendernos, tenían tanta humildad, que nos respetaban, aun cuando muchas veces éramos poco empáticos con ellos.

 Así se hace una vida exitosa de inmigrante, o de nacional, con honestidad, respeto , cooperación, acuerdos y búsqueda del bien mayor. Creando oportunidades para todos y no hurtando el beneficio de otros bajo el antivalor de “ser más vivo”.

La Venezuela de la que si soy, murió, es la madre olvidada de una actual Venezuela disfuncional que no está dispuesta a sanar.

Si naciste en ese país y quieres una buena calidad de vida, tienes dos opciones: si estas dentro, vive más allá de ti, ayuda, integra, se sensible, defiende el valor por la vida y la humanidad, entiende que al que marginas, también tiene necesidades y quizás una historia más dura que la tuya.

 Si has elegido emigrar, abraza con amor la ciudad que te recibe, aprende de ellos, fúndete con ellos desde la humildad y cooperación. Valora tu palabra y haz, no dejes de hacer, que eso será tu patrimonio indeleble.

No viajes a buscar reconocimientos, no llegues creyendo que sabes más, que descubrirás el camino fácil, ten respeto por la cultura que te acoge, honra que te permitan comer en su mesa y se agradecido por cada oportunidad.

Quizás si en cada punto del planeta donde hay un venezolano, podemos crear una micro Venezuela honorable y humana, algún día esa herencia vuelva a fundar una nueva patria donde yacen las cenizas de una estirpe.

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