Arte & entretenimiento

Peggy Guggenheim, o cómo la Mujer Museo transformó el Arte moderno

Todo pudo haber sido de otra manera.

Peggy era una niña de la rica estirpe Guggenheim, una aristocracia dineraria americana surgida de la Banca y la minería, de quien podía esperarse que fuera una portadora de enaguas en las que se cobijaran los diminutos herederos del imperio familiar. Su destino era casarse bien, ser ama de casa y madre abnegada. El lugar más relacionado con la estética que la sociedad tenía destinado para mujeres así era el salón de belleza de Elizabeth Arden.

Pero Peggy prefirió los mucho más turbios ambientes de la vanguardia artística del París de entreguerras.

Podría haber acabado como una de esas prósperas momias mineralizadas de dólares y tedio en Tribeca, pero gracias a su personalidad acabó dejando su impronta indeleble en el arte moderno.

Debió ser una de esas veraneantes de ojos lívidos en Cape Cod que retrató Edward Hopper, pero eligió Venecia y una extravagante montura de gafas en forma de mariposa para acabar sus días. No pasó por la historia: ella misma era historia. Fue la Mujer Museo.

Mucho ha cambiado el coleccionismo de arte desde los tiempos de Peggy Guggenheim. Hoy, gran parte de las obras que se adquieren están destinadas a los depósitos de los puertos libres, contenedores y bodegas precintados que sirven de cuevas exentas de impuestos y tasas de aduanas para los mercaderes del arte, donde se guardan lejos de la mirada del público. Peggy, en cambio, vivió siempre entre sus obras, en un palazzo cuyas condiciones de humedad no eran las óptimas para la conservación de las obras. Ella las prefería con una pátina avejentada. Fiel a sí misma, pues se guardó muy poco de las heridas que inflige la vida.

Su época fue pródiga en lo que se llamó “grandes bellezas”. Celebridades femeninas cuyo principal talento era atraer y a veces desposar a hombres ricos, cuando no partirles el corazón. Bien podía ser que tuvieran otros méritos, pero si las extravagantes musas descarriadas más famosas (hablamos de Lorna Wishart, Lady Diana Cooper, Luisa Casati, Nancy Cunard) eran admitidas en los cenáculos artísticos, lo eran por su belleza. La fealdad era entonces un hándicap que vedaba el éxito social. Peggy estuvo excluida de esa carrera de guapa. Tenía –y era consciente de ello– un “complejo de inferioridad” que su entorno se ocupó de alimentar.

Y luego estaba su nariz. Una nariz de berenjena (según el pintor Theodoros Stamos) o de tapir (en palabras del crítico Georges Melly). La joven Peggy intentó arreglársela cuando recibió su primera herencia familiar, en los albores de la cirugía estética, recurriendo a un médico de Cincinnati que estuvo dispuesto a hacerle una rinoplastia y dejársela “respingona como una flor”. La operación no pudo terminarse y salió tan mal que la nariz quedó peor que antes. Desde entonces fue un barómetro que se hinchaba con el mal tiempo y la fuente principal de su inseguridad. Nunca volvió a operársela, sin embargo. Quizá de ahí extrajo la personalidad suficiente para apostar por un arte no convencional sobre cuyo valor el tiempo le dio la razón.

No era guapa pero tuvo más de cuatrocientos amantes, según sus propios cálculos. El espantoso tinte negro de pelo que se aplicaba y que le hacía parecer mayor, su estridente rojo de labios y su nariz de patata no menoscababan su carisma erótico. Liberada sexualmente y seductora, amó con voracidad de mantis. A menudo envuelta en relaciones destructivas, en los que no faltaban los episodios de violencia doméstica, los hombres la utilizaron en la medida que ella misma quería subordinar su voluntad (nunca su dinero) a la de ellos. Esa tendencia le acompañó toda la vida.

Su relación con Max Ernst, ya en la madurez, no careció de elementos degradantes. El artista alemán se unió a ella por dinero y por la posibilidad de abandonar Europa y establecerse en Estados Unidos. Solía retratar a su ex compañera, Leonora Carrington, investida de genuinos rasgos de belleza al tiempo que representaba a Peggy como un ogro. Prueba de su actitud interesada fue el temor que experimentó una noche en que Peggy se bañó desnuda en una playa de Cascais. Estuvo aterrorizado ante la idea de que se ahogara y no tener forma de alcanzar América y establecerse como artista. Cuando ella salió del agua, hicieron el amor salvajemente sobre unas rocas que resultaron ser las letrinas del pueblo.

Se la educó para vivir con arreglo a las directrices de los hombres y quizá buscó en ellos una figura sustitutiva de su padre, muerto en el naufragio del Titanic. Tendía a hacer depender su importancia de los hombres con los que se relacionaba. No es extraño que pretendiera llamar a la primera versión de sus memorias Five husbands and some other men (Cinco maridos y algunos hombres más), que cambió luego por el mucho más serio de Out of this century (Fuera de este siglo). Siempre le gustaron los escándalos. Había frivolidad, pero también deseos de jactarse de su gran vida sexual. Y quizá de esa mezcla nació su aprecio por el surrealismo, que con su liberación del inconsciente, el culto al sexo y el humor desafiante no podía estar más en sintonía con su propia personalidad. Nadie mejor que ella por tanto para desenvolverse en la hipermasculina escena del Arte, entre los Breton, Tanguy, Ernst… y Duchamp, de quien aprendió todo lo necesario para desarrollar el fino olfato que le permitió acopiar una de las mejores colecciones de arte moderno.

Se dirá que se reunieron otras colecciones más importantes, y que no fue la única coleccionista de renombre, pero pocos se acuerdan de esos otros. Incluso se enfrentó a su tío, a cuyo museo en Nueva York, un zigurat místico diseñado por Frank Lloyd Wright, se refería como “el garaje del tío Solomon”. Ella quiso ayudar a los artistas más que enriquecerse, y darlos a conocer. El tiempo se puso de parte de Peggy y terminó por darle la razón. Incluso el Louvre, que se negó a poner a salvo su colección en vísperas de la invasión alemana en 1940 porque “no merecía la pena guardarla”, tuvo que rendirse ante ella al ser la primera coleccionista privada cuyas obras se expusieron en el museo francés en 1974. Para ella supuso una revancha y el triunfo de su criterio. París seguía siendo para Peggy aquella carpa eléctrica de los años 20 y 30, cuando fue la capital mundial del Arte moderno.

Su forma de ser impregnó la consolidación de las vanguardias en Estados Unidos. Fue con ella con quien se trasladó intelectual y físicamente un arte cuya operación de rescate ella misma coordinó, enviando su colección desde la Francia ocupada por los alemanes. Precisamente al enviudar de su segundo marido se tomó en serio la tarea de reunir su colección (“un cuadro al día”, en la etapa de París, a veces gangas al tratarse de artistas que temían por su vida y por la existencia de compradores futuros, aunque Peggy siempre creyó que estaba ayudándoles). Introdujo en sociedad a los artistas y puso de moda el coleccionismo. Era la época del auge de la crítica, y pese a no tener una formación artística específica, desarrolló un gusto instintivo a veces osado. Fue el caso de Jackson Pollock, a quien descubrió, pese al recelo que el expresionismo abstracto despertaba en los coleccionistas y el carácter tosco del propio pintor, incapaz de ser cortés o zalamero con los compradores y mecenas, cualidad imprescindible en un artista moderno. Peggy invirtió grandes sumas en un una incógnita que se convertiría en el gran exponente del arte de la democracia liberal americana. Ella cambió también la concepción de las galerías. Dejaron de tener la condición de serios mausoleos y se atrevieron a ser una mezcla de casa encantada, parque de atracciones y café parisino. Ese fue el caso de Art of this century, su galería neoyorkina. ¿Cómo no iba a promocionar la vanguardia ella, que se ponía anillas de cortinas como pendientes en la inauguración de sus exposiciones?

Una de las metáforas que mejor revelan el carácter de Peggy fue la escultura que hizo colocar en la puerta del palacio Venier dei Leoni, su residencia en Venecia: un bronce de Marino Marini que representaba un caballo y un jinete de formas esquemáticas. El cuerpo del jinete se yergue con la cabeza hacia atrás mientras que su falo erecto apunta hacia el Gran Canal, siendo visible para los pasajeros de las embarcaciones que pasan por delante. Siempre la voluntad de escandalizar sin renunciar al humor malvado. En sus memorias Peggy cuenta que el escultor concibió la estatua para que el pene fuera desmontable y que ella pudiera retirarlo cuando un vaporetto cargado de monjas pasara por delante.

Fue la última persona que poseyó una góndola propia en Venecia, por cuyos canales se paseaba a diario a la caída de la tarde dando instrucciones sobre el recorrido a su gondolero, también en nómina y borrachín. Pese a lo que le costaba subir y apearse de la góndola debido a su estado de salud, le gustaba flotar. Decía que flotar era lo más parecido al sexo, uno de los grandes analgésicos de su vida y que en esas horas, pese a que seguía flirteando como si tuviera treinta años menos, estaba desaparecido de su vida.

Fue la última Dogaresa de Venecia, el último teatro de su vida, donde siguió siendo carismática, provocativa (invitaba a los gondoleros a beber en el Harry’s Bar) y tacaña (allí discutía a menudo por la cuenta).

Sus ganas de irritar y el gusto por la provocación subyacen en su voluntad de mostrar un arte diferente. De sus contradicciones nace la rica personalidad que tanto influyó en la configuración y el destino del arte moderno. Era insegura pero escandalosa, y su gusto por el glamour elevó a los artistas a la condición de estrellas. Tuvo la intuición suficiente para apreciar el impacto estético de las vanguardias. Anheló la libertad sexual pero forjó fuertes vínculos románticos. Sus memorias, de gran calidad literaria, muy por encima de las páginas de escritores coetáneos que la menospreciaron, tienen un delicioso humor malvado y una frivolidad que aplica a sí misma. Flotaba. El epitafio vitalista que mejor le cabe son las palabras con las que Lee Krasner, la mujer de Pollock, se refirió a ella: lo hizo.

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http://revistavanityfair.es/celebrities/articulos/peggy-guggenheim-mujer-museo-arte-moderno/28984

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