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salud mental: Los ex niños soldado bailan para no enloquecer | Planeta Futuro | EL PAÍS

Durante veinte años, el norte de Uganda sufrió uno de esos conflictos olvidados que, por su dimensión y brutalidad, habría sido portada en todos los medios de comunicación cada día de haber sucedido en algún otro lugar. Hasta 2006, el Ejército de Resistencia del Señor (LRA, por sus siglas en inglés) secuestró al menos a 66.000 menores de edad. Los niños eran forzados a hacer de soldado, obligados a matar, torturar, violar y secuestrar a otros niños. Las niñas estaban destinadas a casarse con los soldados adultos. Joseph Kony, el guerrillero al frente del LRA, pretendía derribar el presidente Yoweri Museveni e imponer una sociedad basada en los valores de los diez mandamientos cristianos. La desigualdad entre los pueblos del norte con los del sur del país está en las raíces del conflicto y del delirio sangriento de Kony, que dejó un rastro de más de 100.000 muertos y medio millón de desplazados y refugiados durante la guerra.

El contrapunto a este olvido ocurrió en 2012 cuando el nombre de Kony saltó a los titulares de la prensa internacional con el video Kony 2012, convirtiéndose en un auténtico fenómeno viral en Youtube. La iniciativa lanzada por la ONG Invisible Children tenía luces y muchas sombras y pedía apresar al líder rebelde.

Una captura que desde el año 2005 también pide la Corte Penal Internacional acusando a Kony de crímenes de guerra y contra la humanidad. Durante seis años las Fuerzas Especiales norteamericanas rastrearon su pista entre los bosques más remotos que limitan Sudán del Sur, la República Democrática del Congo y la República Centroafricana. Pero todavía hoy nadie ha podido capturar a Joseph Kony, un personaje rodeado por una aura de misticismo y rumores. Mientras, en Uganda, la guerra quedó en una página del pasado cuando el LRA se trasladó primero al vecino Congo y después a la República Centroafricana, donde se sospecha que Kony continúa cometiendo los mismos crímenes.

Las víctimas también son olvidadas

Memorial al antiguo campo de refugiados de Lukodi, donde el LRA perpetuó una matanza el 19 de mayo del 2004.


Memorial al antiguo campo de refugiados de Lukodi, donde el LRA perpetuó una matanza el 19 de mayo del 2004.

Si el conflicto estuvo olvidado durante años, todavía cuesta más recordar a sus víctimas. La pobreza extrema y los trastornos mentales derivados de la guerra afectan a miles de personas que fueron obligadas a luchar con el LRA. A menudo son vistas por sus vecinos como los verdugos y torturadores de una guerra fratricida que rompió las comunidades.

Alex Bongtiko tiene 26 años y vive con su hermana cerca de Padjule, un pequeño pueblo donde se cruzan dos carreteras en el norte del país. Repara las bicicletas y las motos que pasan por delante de su casa. El camino es un auténtico desafío para los neumáticos de los vehículos, más aún si la bicicleta o el bota-bota de turno va sobrecargado de yams o plátanos para vender en el mercado. Con esto y el huerto que trabaja su hermana, pueden salir adelante con unos pocos ingresos.

Alex tenía nueve años cuando apenas había estudiado dos cursos en la escuela y fue secuestrado por el LRA. Recuerda bien la fecha: “El 6 de diciembre del 2002, desde entonces pasé 11 años obligado a hacer de soldado”, dice con la mirada al suelo y un hilo de voz que no cambiará en toda la conversación. De los primeros meses del secuestro recuerda las largas marchas a pie por el bosque. Cargaba con la comida y otros utensilios, siempre bajo la amenaza de los soldados que lo vigilaban. “Si no era capaz resistir y continuar andando sabía que me matarían a golpes, no podía ni pensar en escaparme, era demasiado pequeño y estaba muy asustado”, recuerda.

Me ordenaban que tenía que matar o robar, si no lo hacía, me habrían matado a mí también

Alex,  ex niño soldado

Dos años más tarde cogió por primera vez una AK-47; con solo once años ya estaba preparado para ser un soldado. “Me ordenaban que tenía que matar o robar, si no lo hacía, me habrían matado a mí también”. A Alex no le asustaban las balas, ya que desde los nueve años había visto los tiroteos. “Sabía que podría ser el siguiente en morir, era una cuestión de suerte, la misma suerte que tuve cuando nací del vientre de mi madre”. De los años que pasó viviendo en el bosque le ha quedado en la memoria el miedo a sus superiores, el hambre y la soledad. “Pero no lo podía decir a nadie porque no me delataran y me mataran a mí también”, explica.

La oportunidad para escapar no llegó hasta años más tarde, cuando el ejército del LRA, ya debilitado, se adentró en la República Centroafricana. Una mañana, él y otro chico con quién había cogido confianza hacían guardia en las afueras del campamento: “Hacía tiempo que pensábamos en cómo hacerlo… de repente echamos a correr con los fusiles haciendo eses entre los arbustos para confundir el rastro. Nos persiguieron y nos dispararon hasta terminar las balas, pero lo conseguimos”.

Hombres y mujeres de la comunidad de Lukodi bailando danzas tradicionales del pueblo acholi.


Hombres y mujeres de la comunidad de Lukodi bailando danzas tradicionales del pueblo acholi.

El vientre de Alex tiene una herida de bala que nunca se ha curado bien, el resto de cicatrices están dentro. “No estoy orgulloso de lo que hice y al volver a casa nada fue como esperaba”, relata. Después de 11 años secuestrado y obligado a hacer de soldado, apenas recibió apoyo psicológico ni de cualquier otro tipo, una ayuda que resulta vital en estos casos. Al llegar a su pueblo tampoco encontró a su madre y solo estaba su tío, quien no lo pudo socorrer. “Me sentía como un extraño viviendo con otra gente, nada tenía sentido para mí y por eso decidí marchar”. La historia de Alex no es un caso aislado y se repite entre muchos jóvenes y familias en el norte de Uganda.

Música para curar las heridas

En la entrada del pueblo de Lukodi hay levantada una cruz de piedra en medio de la hierba alta. Es el memorial que recuerda una masacre perpetuada por los soldados de Kony en lo que había sido un campo de refugiados. Aquí, un grupo de ex guerrilleros intenta curar las heridas de la guerra con el ritmo de los tambores y de las canciones de los acholi. Víctimas que habían sido niños soldados bailan con el resto de la comunidad donde ahora viven juntos. Después hablan de paz y de cómo resolver los problemas de convivencia. “La música es una excusa para reunir a la comunidad”, explica Geoffrey Omony, coordinador de la asociación Yolred y quien también fue capturado para ser soldado cuando tenía 11 años. “Nuestro objetivo es preparar a la comunidad para que acojan a los jóvenes que han pasado por el mismo trauma”.

Hombres y mujeres de la comunidad de Lukodi bailando danzas tradicionales del pueblo acholi.


Hombres y mujeres de la comunidad de Lukodi bailando danzas tradicionales del pueblo acholi.

A pesar de no tener los recursos suficientes, Geoffrey hace este trabajo en seis pueblos cerca de la ciudad de Gulu, el antiguo epicentro de los rebeldes de Kony. Para el gobierno actual y las ONG internacionales, los programas de reconciliación y de asistencia a las víctimas de esa guerra también han caído en el olvido. Al terminar la música, Geoffrey toma la palabra y todo el mundo le escucha: “Con solo una bala se puede matar a una persona, pero tarda nueve meses en nacer otra. Lo que se asesina rápidamente con las balas, necesita tiempo para volver a crecer”.

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