Salud y Comida

Los deseos políticos de Año Nuevo

En recuerdo de

Martha Érika Alonso

Será que la temporada festiva arrastra nuestra mente, aunque ella se resista. Será que hemos vivido un año de surrealismo donde el ensueño es una de nuestras pocas realidades. Será que fue una de esas noches que nos instala en esa región intermedia donde no distinguimos el sueño del insomnio y llegamos a confundir uno con otro.

Es el caso que la otra noche soñé, o creí soñar, que me encontraba en una fiesta de fin de año. La muy clásica de nuestras costumbres. Con romeritos, bacalao, pavo, ponche y hasta ensalada de betabel. Estaban mis familiares y muchos de mis amigos. Lo único extraño es que nuestro anfitrión era, ni más ni menos, el Presidente de México, pero no el presidente actual ni alguno del pasado. Era una extraña combinación de muchos de ellos. Una bien lograda mezcla de las cualidades que han tenido algunos, por lo menos de los que han tenido alguna virtud.

Lo más extraño fue que al momento del cambio de año, con el sonido de las 12 campanadas, el presidente-anfitrión devoraba cada uva mientras el resto de los invitados le deseábamos un parabién. Olvidaba decir que en mi sueño había una magia. Esos buenos deseos siempre se cumplían, para la fortuna de la nación. Venturoso sortilegio de mi ensoñación feliz.

Así, para comenzar, todos le desearon que tuviera el carisma y la aceptación que convirtió en leyenda a John F. Kennedy. Eso no será mucho, pero es un buen comienzo. Segundo, que seas tan obedecido, con el agrado de tu pueblo, como los chinos obedecieron a Zhou Enlai. Tercero, que en todo momento difícil se te brinde la comprensión que le tuvieron a Gandhi. Cuarto, que alcances el respeto de tu pueblo, como lo hizo Nehru. Quinto, que los mexicanos te quieran tanto como quisieron a López Mateos. Sexto, que logres el éxito que casi siempre logró Nikita Krushchev.

Cuando llegamos a la media docena de regalos, ya aquel hombre parecía un semidios, pero no por adulación, sino por equipamiento real. Carismático, obedecido, comprendido, respetado, amado y exitoso. Nada mal para un principio de año, pero vino el segundo episodio, el cual prometía beneficios mayores.

Séptimo, que la victoria te acompañe, como a Álvaro Obregón, ese “Aquiles mexicano” que nunca fue derrotado. Octavo, que ejerzas el liderazgo que supo desplegar Franklin Roosevelt. Noveno, que poseas la vista de Richard Nixon para no perder detalle alguno. Décimo, que te proteja la visión de Winston Churchill para ver lo que viene, pero que aún no llega. Undécimo, que poseas la videncia de Plutarco Elías Calles para ver lo que los demás no pueden ver. Duodécimo, que alcances la gloria de Charles De Gaulle, ese “mesías francés”, para llevarnos hasta donde no podríamos llegar solos.

Ahora, el anfitrión ya era, además, invencible, caudillo, visionario, vidente y glorioso.

Por eso, cuando enmudeció el reloj, se vació el uvero y se silenciaron los deseantes, el presidente ya era un verdadero dios. Oro, incienso y mirra hubieran sido poco regalo para tal majestad, pero entonces vino un encore. Tanta felicidad tenía una sola condición. El destino regalaría los 12 bienes solicitados, pero sólo uno de ellos en cada mes. El gobernante quedaba obligado a aplicar toda su inteligencia, toda su serenidad y toda su paciencia para escoger el preciso momento de aprovechar cada uno de ellos.

No gastar la gloria cuando lo que se requiriera fuera un simple éxito. No utilizar la videncia en un asunto de mera vista. No confundir la obediencia con el liderazgo ni el afecto con el carisma. No enmarañar el respeto con la victoria.

Cuando desperté comprendí que el gobernante de mi sueño había sido un elegido para gozar de los grandes privilegios de los dioses. Tan sólo estaría obligado a aportar las pequeñas virtudes de los hombres. Ya en la ducha pensé en todas las veces que dilapidamos nuestras fortunas tan sólo por no saber para qué sirven o en qué momento utilizarlas.

Abogado y político

w989298@prodigy.net.mx

Twitter: @jeromeroapis

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