Tecnología e innovación

Porno blando, eurodramas, plagios triunfales e IA 

Esto no es un artículo (ni un homenaje a Magritte), sino un desordenado conjunto de piezas de rompecabezas con las que cada cual, si quiere y puede, tendrá que componer una imagen de nuestra desquiciada cultura mediática. O varias.

Todos los años me obligo a ver el Festival de Eurovisión, una celebración del exceso y del artificio que me repele y me fascina a la vez (debo de ser una de las pocas personas que vieron la primera edición, en 1956, y han visto la última). Y aunque los mecanismos de defensa del cerebro —junto con lo avanzado de la hora de emisión— me inducen a dormirme ante la avalancha de agresiones éticas y estéticas, entre cabezada y cabezada consigo ver buena parte del espectáculo. Agresiones que pueden llegar a ser tan duras como la sonrojante representación española de la edición pasada (el hecho de que «SloMo» se clasificara en segundo lugar dice muy poco en favor de Europa; la única posible circunstancia atenuante de quienes la votaron es que no entendieran la letra).

Porno blando

Como ya he señalado recientemente en estas mismas páginas (cf. «Crítica de la razón puta: el estigma y el pánico»), resulta paradójico que nos perturben tanto los servicios sexuales tangibles al tiempo que aceptamos los intangibles con naturalidad, cuando no con entusiasmo. ¿Acaso las presentadoras sexis que se exhiben generosamente en las cadenas de televisión más respetables, por no hablar de las divas del pop, no se ganan la vida explotando su potencial erótico, excitando la libido del público y fomentando el tópico de la mujer objeto? La conocida consigna feminista «La pornografía es la teoría y la violación es la práctica» no dejaría de ser válida sustituyendo «pornografía» por «reguetón» o «videoclips», pues lo que se pierde en intensidad se gana en extensión. ¿Por qué se demoniza a las trabajadoras sexuales a la vez que se diviniza a las estrellas del pop?  

En el Festival de Eurovisión —como en otros certámenes musicales, pero con especial estridencia y desmesura— se juntan, y aun se revuelven, el porno blando, las buenas canciones e interpretaciones (siempre hay alguna), las reivindicaciones feministas y LGTB+, la trans e interculturalidad, el desmadre (a veces saludable y otras no tanto), el esperpento… Y los dramas periféricos, cuya recurrencia ha dado origen al término «eurodrama».

Los eurodramas suelen estar relacionados con los criterios de selección (aún no se han apagado los ecos del escándalo ChanelRigoberta) y las acusaciones de plagio. De hecho, el desencadenante de este apresurado no-artículo ha sido mi perplejidad ante el despropósito de que la ganadora de la última edición —Loreen, con «Tatoo»— haya sido acusada de plagio por una vaga semejanza en los compases iniciales, mientras que el poco dudoso plagio del segundo clasificado —Käärijä, con «Cha Cha Cha» haya pasado prácticamente inadvertido.

Plagios triunfales

Lo que nos lleva a otra pieza de este desordenado —pero es lo suyo— rompecabezas: ¿por qué algunos plagios flagrantes no solo quedan impunes, sino que ni siquiera son percibidos como tales? Una primera respuesta podría ser: porque tienen éxito, lo que nos llevaría a una segunda pregunta: ¿por qué el éxito nos deslumbra hasta el punto de no dejarnos ver lo que hay detrás (o incluso al lado)? A continuación echaré mano una vez más del socorrido recurso de la autocita para recordar algunos ejemplos a los que ya me he referido en estas mismas páginas (cf. «La gorra de Sherlock Holmes»):

Al parecer, a Sherlock Holmes le basta con ponerse una extravagante gorra cervadora para que nos olvidemos de que es una copia descarada del Auguste Dupin de Edgar Allan Poe. Se ha dicho que Conan Doyle le robó El perro de Baskerville, su novela más famosa, a su amigo Fletcher Robinson; pero se suele pasar de puntillas sobre el otro plagio, el evidente y fundamental, diciendo, a lo sumo, que Holmes se inspira en Dupin o le rinde homenaje, cuando lo cierto es que lo copia en todos sus detalles significativos, y basta con leer La carta robada para darse cuenta de que los procesos deductivos del primero —a menudo traídos por los pelos— son un remedo de los sutiles y consistentes razonamientos del segundo. Pero los devotos de Holmes, como los de todos los cultos, se niegan a ver lo evidente, pues en eso consiste la devoción. No en vano a los novicios de los jesuitas se les advertía: «Si tu superior afirma que es de noche, tienes que creerlo, aunque veas brillar el sol». Decirle a un holmesiano —y se cuentan por millones— que Sherlock Holmes es una mala copia de Auguste Dupin (o incluso una buena) es tan inútil —o peligroso— como decirle a un musulmán que el islam es una adaptación coyuntural del judeocristianismo.

En el ámbito de la mal llamada literatura infantil hay un caso similar: el popular Guillermo Brown de Richmal Crompton es un clon británico del Penrod de Booth Tarkington (el protagonista de la novela De la piel del diablo); pero casi nadie parece darse cuenta o concederle importancia. Tanto en este caso como en el anterior, los imitados son grandes escritores y los imitadores no, y ambas imitaciones han alcanzado una popularidad muy superior a la de sus excelentes modelos. ¿Por qué?

Pero tal vez el caso más notable de fagocitación del modelo original por su imitación sea el de Mickey Mouse. Desde el punto de vista gráfico, Mickey es una versión ratonil del conejo Oswald, que a su vez es una versión conejil del gato Félix, creado hace cien años por Otto Messmer y/o Pat Sullivan (la progenitura es dudosa); una versión tan próxima al original que resulta difícil no hablar de plagio. Y mientras que el genial gato Félix solo sigue vivo en la memoria de algunos especialistas y nostálgicos del cine mudo, su clon ratonil se ha convertido en uno de los personajes de ficción más populares de todos los tiempos. «El gato engendró a un ratón que acabó devorándolo», podría ser el titular de la historia.

En un relato de ciencia ficción de los años setenta, un prófugo extraterrestre, haciéndose pasar por Papá Noel, le regala a una huerfanita un muñeco robot tan inteligente y poderoso que, en su afán por complacer a la niña, acaba transformando el mundo. Cuando un gobernante del planeta de origen del robot lo acusa de haber interferido en el desarrollo de una especie primitiva (la nuestra), él replica que no ha hecho más que seguir las instrucciones recibidas, pues convertir la Tierra en un lugar agradable era la única manera de hacer feliz a la niña. «Así que la implacable lógica de las máquinas inteligentes nos priva de la posibilidad de ser contradictorios», dice el gobernante al final de la historia, y el robot responde: «De lo que os priva es de la posibilidad de autoengañaros».

Dentro de nada habrá —ya podría haberlos— programas informáticos que revelarán de forma instantánea en qué medida y de qué manera una obra, del tipo que sea, es deudora de obras preexistentes (e incluso adjudicarán un OQ: cociente de originalidad). Dicho de otro modo: dispondremos de implacables «plagiómetros» que no solo obligarán a replantear todo lo relativo a la propiedad intelectual, sino que transformarán radicalmente el concepto mismo de autoría.

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